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—¡Qué interesante! De modo que me he topado con un muerto que todavía se mueve. Y si ya no eres dueño, como dices, de ti mismo, entonces... ¡yo me reservo el derecho de poseerte!
—¿Qué dices?
—Sí. Eres un cuerpo sin dueño y una consciencia sin fines. Algo así dijiste. Y es sensato, pues los muertos pierden toda posesión sobre lo que alguna vez los constituyó. Entonces, si tan muerto estás como dices, no opondrás objeción alguna a que yo me adueñe de los despojos que han quedado de ti. Después de todo, ya no te pertenecen. Ni tu cuerpo ni tus pensamientos son tuyos ahora. Y si dijeras que lo son, y te opusieras a lo que te digo, significaría que sigues vivo y que no has muerto nada. Serías entonces el peor de los suicidas que he visto, como muerto serías un fracaso.
Quise replicar, pero no encontré palabra que decir. Todo lo que ella había dicho parecía tener sentido. Extrañamente me resultó tan coherente como la mismísima declaración de muerto que había hecho de mí mismo horas atrás. Y no pude decir nada. Sentí frustración y una gran ira, pero ella tenía toda la razón. Yo no era otra cosa que un despojo sin dueño, y ella me había encontrado, de modo que nadie podía impedirle adueñarse de mí.
—Malas noticias para ti, amigo. Eres mi esclavo ahora, mi juguete. Mejor hubiera sido que te quedaras mirando a una chica menos oportunista que yo, o que no hubieses abierto la boca sobre temas respecto de los cuales podía sacar yo de ti algún provecho. —Todo esto lo dijo con una sonrisa detestable en el rostro, mientras se servía otro vaso de cerveza y bebía a grandes sorbos. Prendió otro cigarrillo y no me ofreció uno esta vez. —No me has dicho tu nombre. —Y estuve a punto de decírselo, pero me interrumpió en seco antes de que pudiera pronunciar palabra. —¡No! ¡Alto! ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué importa tu nombre? Tú ya no tienes un nombre porque estás muerto. Los muertos no pueden decir de sí mismos nada a los vivos. Tú ya no eres nadie, así que no tienes siquiera un nombre.  Y seré yo misma la que te dé uno ahora, como algunos le dan nombre a sus mascotas. —Otra vez no dije nada. Me limité a mirarla, más estupefacto que enojado, pero aun así furioso contra ella. —Te llamarás, de ahora en más, Adán. Ese es tu nombre ahora. Y tú serás y harás todo lo que yo te diga porque tú me perteneces. ¿Eso está claro? —Tardé mucho en responder, y ella no dejó de mirarme.
—Está claro...
—La banda va a reanudar el concierto en unos momentos, y yo no quiero perderme de bailar, así que no puedo quedarme contigo perdiendo más tiempo. Ve a casa. No te dispararás ese tiro esta noche, te lo prohíbo. Mañana a la misma hora vendrás a encontrarte conmigo aquí y yo te daré más instrucciones. Las cervezas corren por mi cuenta esta vez. —Me guiñó el ojo. Fue extraño que me pareciese tan bella cuando más la odié. Y yo, como un idiota, apenas atiné a decir:
—Está bien... Pero ¿por qué Adán? —Entonces ella se inclinó sobre la mesa y acercó su rostro al mío, al punto que pude oler su aliento que apestaba a tabaco y a cerveza, seguramente el mismo olor que tendría el mío. Me miró fijamente y me dijo por lo bajo:
—Porque Adán, sin Eva, se pronuncia al revés. —Y se marchó. Yo no entendí en absoluto lo que me había dicho. No tenía sentido.
La banda volvió a tocar, reanudó su concierto, y yo tenía instrucciones precisas de irme a casa. No sé bien por qué lo hice, pero obedecí. Salí del bar sin pagar y comencé a caminar a paso veloz, sin detenerme. Recordé entonces que yo había llegado hasta allí porque me había perdido; me resultó un poco difícil encontrar alguna referencia que me permitiera regresar a casa, pero finalmente pude. Al llegar, encontré todo como lo había dejado. Sobre la mesa estaban el revólver y la bala. Y yo me sentía ligero y liviano. Me parecía que en ese mismo instante podía tomar el arma y pegarme finalmente el tiro. Realmente me sentía capaz. Pero algo me disuadía de hacerlo, y no estaba muy seguro de si eran unas renovadas ganas de vivir (que no lo eran) o el ineludible hecho de que aquello ya no era mi decisión. No, definitivamente no estaba ahora en mis manos, por muy capaz que fuera en ese momento. Eva tenía razón, yo me había suicidado antes de salir de casa, y ahora yo mismo no me pertenecía. Perdí sobre mí toda soberanía y ahora mi cuerpo y mi consciencia eran suyos, eran propiedad de ella. Y ella me había prohibido dispararme, de modo que me quedé parado mirando el arma sin acercarme.
Me senté en el suelo y comencé a reflexionar sobre lo último que me había dicho. “Adán, sin Eva, se pronuncia al revés”. ¿Qué me había querido decir? Luego de un rato de pensarlo, llegué a entenderlo. Pronunciado al revés, Adán es Nada. Fue ahí cuando comprendí lo que había querido decirme. Yo estaba muerto, y, no siendo mi propio dueño, sin ella yo era realmente una nada..., un suicidio incompleto, un absurdo de carnes y huesos... Pero mientras ella fuese mi dueña y me mandase sobre qué hacer y qué ser, sería entonces Adán, tal y como me había bautizado.
Me pareció gracioso y estúpido. Me quedé sentado en aquel rincón del suelo tratando de convencerme de que aquello era un disparate por el cual no debía dejarme llevar, y me pasé las siguientes horas tratando de persuadirme de levantarme y dispararme en la cabeza de una vez por todas... Así estuve, no sé cuánto tiempo, hasta que, sin darme cuenta, me quedé dormido en el suelo.


 
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