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Así fue que me levanté de la mesa y me puse un abrigo, me sequé las lágrimas de los ojos y salí de la casa. Caminaba muy liviano, como un espectro etéreo. Las calles estaban alborotadas porque era plena noche de sábado. A esas horas solía haber mucho movimiento en determinados lugares, abundaban personas buscando entretenimiento en todo tipo de antros y discotecas. Yo, por mi parte, sólo quería un poco de distensión, así que me alejé de todas esas calles que bien conocía. Me adentré entonces en esquinas que me eran desconocidas, y me aventuré en el silencio de avenidas oscuras y vacías. Normalmente uno se vería asustado por caminos así, pero, si algo debía pasarme, a mí ya me era indistinto, pues, sea como fuere, yo ya estaba muerto, y, si algo o alguien me lastimaba, no estaría haciendo más que lo que yo mismo iba a hacer en unas horas cuando volviera más calmado a mi hogar. Me sentía inmune a cualquier cosa al cobijo de mi razonamiento. Me sentía inundado por algo muy parecido a la paz. Yendo y viniendo por tales lugares, acabé perdido, no sabía dónde estaba ni cómo volver. No me preocupó mucho. Al final de una de esas calles oí el murmullo de voces joviales. Volteé hacia allí y vi luces saliendo de una edificación pequeña. Era un bar, uno muy humilde y sencillo. Me acerqué a paso lento, como había estado moviéndome desde que había salido. Al entrar, respiré un aire viciado de olor a tabaco barato y sudor caluroso y hediondo. Había bastantes personas alimentando el griterío, en su mayoría eran hombres maduros y robustos, de vestir desalineado y modales groseros. La verdad es que yo no contrastaba mucho con cualquiera de ellos. Yo mismo me veía muy parecido a eso, y más esa noche en la que había salido tan desarreglado y sin reparo alguno en mi aspecto. Mi espesa barba y mi ropa, manchada de sudores por los espantos de horas atrás, hicieron que encajara muy bien con todo ese ambiente. Sin miedo alguno, y sin llamar la atención de nadie, entré y tomé asiento en una de las mesas. Yo era apenas otro hombre robusto que entraba y tomaba asiento, sólo que yo no tenía compañía. Una muchacha se acercó a mí y me preguntó si se me ofrecía beber cerveza; lo puntual de su pregunta me sugirió que no tenían otra cosa que ofrecerme, pero la cerveza siempre me gustó. Acepté de buena gana. Cuando trajo la botella y me sirvió un poco del contenido en un vaso fue que recordé preguntarme si había llevado dinero; y no, no tenía nada. Pero no me preocupaba en lo más mínimo. Yo seguía siendo indiferente a cualquier circunstancia, nada podía interesarme porque las preocupaciones eran cosa de los vivos, quienes se proyectan constantemente a futuro; yo ya había dejado atrás ese vicio, estaba muerto, y no faltaban muchas horas para convertirme en carne inerte. ¿Qué importaba entonces que no tuviera dinero? Sorbí con placer la fría cerveza. Era de las peores que hube probado, y sin embargo me pareció que nunca un trago me había podido refrescar más que aquel. Era maravilloso sentirse así. A algunos metros de donde estaba sentado había un pequeño escenario. Se subieron algunas personas con instrumentos musicales. Eran una banda de rock. Ya había colocados en su sitio una serie de cables y micrófonos, así como los amplificadores y la batería, sólo era cuestión de que cada músico tomara su sitio y conectara lo que debiera ser conectado. Todo el bar estalló en griteríos graves y toscos. Al parecer allí todos se conocían con todos, o al menos eso daba a entender la forma en la que se trataban y las cosas que se gritaban de una mesa a la otra, y a los propios músicos también. Me gustó mucho todo ese ambiente. Yo seguía muy cómodo en mi sitio bebiendo mi cerveza, y me dispuse a oír la música sin esperar que despertara en mí ninguna sensación en particular. Yo ya no esperaba nada de ninguna cosa, y eso hacía que cualquier percepción que se me ofreciera me pareciese más intensa y hermosa. Me dio un poco de lástima pensar en todo el tiempo que viví sin saber que podía manejarme con esa soltura en el mundo, y me llamó la atención que hubiera sido preciso morir para descubrirlo, pero luego entendí que no podía ser de otro modo. Sólo podría sentirme así en tanto supiera que luego me mataría, si no, nunca jamás los pequeños detalles me llegarían al alma con tal plenitud. Eso era claro. Todo tenía el encanto de lo último. No importaba cuánto disfrutase aquel momento, nada me daba buenos motivos para evitarme el disparo al llegar a casa. Y yo seguía tan tranquilo...
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Lo que me quedó después de Eva
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