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-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta? -Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que le atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.

 
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