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HACIA EL ABISMO

I

En el extremo de la vía dell' Ospedale, una de las grandes arterias de Turín, existía en 1793, una casa de elegante aspecto, de tres pisos y rodeada de un frondoso jardín.

Esa casa había sido mucho tiempo residencia de una rica familia de Turín, pero en la época en que el Terror se desencadenaba en Francia, la afluencia de emigrados que iban a buscar un refugio en la capital del Piamonte decidió al propietario del inmueble a transformarle en un hotel amueblado para uso de los extranjeros. Los fugitivos franceses y los de Saboya, después de que esta provincia fue anexionada a la República y tuvo que obedecer sus leyes, no tardaron en ocupar los departamentos más o menos vastos que se habían preparado en la casa, disponiéndolos de modo que los huéspedes tuviesen la facultad de vivir aisladamente o en común si lo preferían.

Como esos departamentos eran cómodos, su mueblaje lujoso y el precio de los alquileres bastante elevado, la casa Gavotti se convirtió prontamente en el punto de cita de los emigrados notables, provistos de más recursos que los que poseían en su mayor parte los desgraciados a quienes la tormenta revolucionaría había arrojado de su país. Unos meses después de su creación, la casa Gavotti pasaba por ser la más aristocrática de Turín.

Para convencerse de que merecía su reputación, bastaba leer, en el cuarto del portero, la lista de los inquilinos, colgada en la pared en un marco movible. Todos pertenecían a la más alta nobleza de Francia y de Saboya, nobleza de espada y nobleza de toga. Entre ellos se encontraban, en el momento en que comienza este relato, es decir, en la primavera de 1793, dos mujeres jóvenes: la condesa Lucía de Entremont y su hermana menor, la señorita Clara de Palarin, hijas del difunto lugarteniente general marqués de Palarin, uno de los más gloriosos veteranos de los ejércitos del rey de Francia.

La mayor se había casado con un noble saboyano al servicio del Piamonte y, establecida en Saboya por su matrimonio, había recogido a su hermana a la muerte de su padre. Algo después, cuando la entrada de los franceses en Chambery hacía peligroso residir en esta ciudad, el conde de Entremont, antes de marcharse a combatir en los Alpes a los invasores de su país, condujo a Turín a su mujer y a su cuñada y las instaló en la casa Gavotti, confiándolas a la adhesión de una dama de gobierno, la señora Gerard, que servía ya en casa de sus padres cuando ellas vinieron al mundo.

Desde que habitaban en este asilo, nadie podía jactarse de haber comunicado con ellas, pues vivían muy retiradas y hasta huían las ocasiones de encontrarse con los emigrados establecidos en la casa. Una casa de huéspedes es siempre una especie de mentidero, y, en ésta, la actitud de las jóvenes daba ocasión a comentarios desprovistos de benevolencia. ¿Qué tenían que ocultar para substraerse así a las insinuaciones de amistad que se les hacían y para cerrar su puerta a los visitantes?

Hubiérase juzgado menos severamente a aquellas bellas reclusas si se hubieran conocido las causas de su enclaustración. Pero esas causas eran apenas sospechadas. Se ignoraba en general que la condesa de Entremont, al condenarse con su hermana a una existencia de monja, obedecía las órdenes formales de un marido despótico y celoso, cuyos celos, bien mirado, no dejaban de tener excusa.

No era porque la Condesa hubiera hecho nunca nada para justificarlos, sino porque el Conde le llevaba veinte años y no ignoraba que Lucía se había casado con él sin amor, después del rompimiento de un noviazgo anterior, rompimiento impuesto por su padre y que la había separado de un hombre profundamente amado, en la víspera del día fijado para su casamiento.

Aquel prometido, duramente rechazado, se llamaba Roberto de Dalassene. Su familia no cedía en nada como antigüedad a la de Palarin. Un barón de Dalassene figuró en la primera cruzada e hizo una brillante fortuna en la corte de los emperadores de Bizancio. Vueltos a Francia en el siglo catorce, los descendientes de aquel héroe, gracias a su inteligencia y a su valor, habían dado al nombre de que estaban tan justamente orgullosos, una celebridad igual al brillo de sus servicios, y adquirido grandes bienes, de los que su heredero, Roberto de Dalassene, era todavía poseedor en vísperas de la Revolución.

Mandaba entonces el joven un escuadrón del regimiento de caballería de Artois y debía a su juventud, a su elegancia, y a su ingenio no menos que a su nacimiento, el estar en primera fila entre aquellos nobles a quienes el rey y la reina colmaban de favores y a quienes parecía prometida la carrera más envidiable.

 
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Hacia el abismo de Ernesto Daudet   Hacia el abismo
de Ernesto Daudet

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