Desgraciadamente, si Rouget era maestro en la imitación de los rugidos de los salvajes, no lo era menos en repetir las palabrotas de los chicos callejeros y en proferir los más atroces juramentos. Jugando con él, aprendí también a jurar, y un día en plena mesa se me escapó uno de los más formidables, sin darme cuenta. ¡Consternación general! «¿Quién te ha enseñado eso? ¿Dónde lo ha oído?» Fue un acontecimiento. El señor Eyssette no se conformaba de momento con menos que con encerrarme en una casa de corrección; mi hermano mayor, el abate, dijo que antes que nada era necesario llevarme a confesar, puesto que ya tenía edad para ello. ¡Grave negocio! Tuve que recoger en todos los rincones de mi conciencia un montón de vicios pecados que permanecían allí desde siete años antes. No dormí en dos noches; y el que tenía un cesto bien lleno de aquellos malditos pecados; había puesto los más pequeños encima pero, era igual, porque los otros también se veían y, cuando, arrodillado ante el pequeño confesionario de encina fue preciso enseñárselos al cura de Recoletos, creí que moría de miedo y confusión...
Aquello había terminado. Ya no quise jugar más con Rouget; yo ya sabía lo había dicho primero San Pablo y luego el cura de Recoletos me lo repitió, que el demonio da vueltas eternamente a nuestro alrededor como un león quaerens quem devoret. ¡Oh! ¡qué impresión me hizo aquel quaerens quem devoret! Yo sabía también que él muy intrigante de Lucifer podía tomar todos los aspectos que quisiera para tentarnos y nadie me hubiera podido quitar la idea de que se había ocultado en la piel de Rouget para enseñarme tan feos juramentos. Así, pues, mi primer cuidado, al volver a la fábrica, fue advertir a Viernes que en lo sucesivo debía permanecer en su casa. ¡Infortunado Viernes! Aquel ukase le partió el corazón, pero se conformó sin una queja. Algunas veces le veía de pie, junto a la entrada de la portería al lado de los talleres; no podía ocultar su tristeza y cuando notaba que yo le miraba el desgraciado lanzaba sus más espantosos rugidos y, al mismo tiempo agitaba su brillante cabellera pero: cuanto más rugía más me alejaba yode él. Y es que le encontraba demasiado parecido al famoso quaerens y le gritaba: «¡Vete! me causas horror»
Rouget se obstinó en rugir así durante algunos días, hasta que una mañana su padre, fatigado de sus rugidos a domicilio, le envió a rugir a un taller y ya no volví a verle más...
No se crea por eso que mi entusiasmo por Robinsón decayó ni un instante. Justamente, entonces el se aburrió de su loro y me lo regaló. El loro, reemplazó a Viernes. Le instalé en una hermosa jaula en el fondo de mi residencia de invierno; y héteme aquí, más Crusoe que nunca pasando mis días frente a aquel interesante volátil e intentando hacerle decir: «¡Robinsón, mi pobre Robinsón!» ¡Y cosa incomprensible! Aquel loro, que el tío Bautista me había regalado para desembarazarse de su eterna charla se obstinó en no hablar desde que le tuve yo. Ni «mi pobre Robinsón» ni nada; nunca pude sacarle una palabra. Esto no obstante, yo le amaba mucho y le cuidaba como mejor sabía.