Mi hermano Jaime era un niño bien singular... ¡tenía el don de las lágrimas! Por muy remoto que sea mi recuerdo, le veo siempre con los ojos encarnados y las mejillas chorreantes. Por la mañana por la tarde de día de noche en casa en la escuela de paseo... lloraba siempre y en todas partes. Cuando se le preguntaba: «¿Qué tienes?», respondía sollozando: «No tengo nada» Y lo más curioso es que no tenía nada. Algunas veces el señor Eyssette, exasperado, decía a mi madre: «Ese niño es ridículo, ¡mírale!.. parece un río» A lo que contestaba la señora Eyssette con su voz dulce: «¿Qué quieres, amigo mío? Eso le pasará a medida que vaya creciendo; a su edad yo era igual»
Mientras tanto, Jaime iba creciendo; crecía mucho, y eso no le pasaba. Al contrario, la singular aptitud que tenía aquel raro muchacho para derramar sin motivo alguno verdaderos chaparrones de lágrimas, iba en aumento cada día. Así la desolación de la familia fue una gran fortuna para él... porque podía pasarse los días enteros sollozando a sus anchas sin que nadie fuese a decirle «¿Qué tienes?»
En suma que tanto para Jaime como para mí, nuestra ruina tenía su lado bueno.
Por mi parte, yo era muy dichoso. Nadie se ocupaba de mí. Y yo me aprovechaba para jugar todo el día con Rouget en los talleres desiertos, donde nuestros pasos resonaban como en una iglesia y en los grandes patios abandonados, que la hierba invadía ya.. El tal Rouget, hijo del conserje Colombe, era un chico robusto de unos doce años, fuerte como un toro, fiel como un perro, bestia como una oca y notable por su rojo, cabellera a la cual debía su apodo de Rouget. Solamente que, voy a decíroslo, Rouget no era para mí Rouget. Sucesivamente era mi fiel viernes, una tribu de salvajes, una tripulación sublevada todo, en fin, lo que yo quería. Yo mismo, no me llamaba Daniel Eyssette en aquellos tiempos: yo era aquel hombre singular, vestido de pieles de animales, del cual me acababan de dar la relación de las aventuras, master Crusoe en persona. ¡Dulce locura! Por la noche después de cenar, releía mi Robinsón hasta aprendérmelo de memoria; durante el día lo representaba y lo representaba con encarnizamiento; haciendo tornar parte en mi comedia a todo lo que m rodeaba. La fábrica no era la fábrica; era mi isla desierta. Los depósitos del agua se habían convertido en el Océano, el jardín en una selva virgen. Hasta las cigarras que había en los plátanos, tomaban parte en mi comedia sin saberlo.
Rouget no sospechaba tampoco la importancia dé su papel. Si le hubiesen preguntado quién era Robinsón, le hubieran puesto en un aprieto; no obstante, en honor a la verdad debo decir que representaba su parte con la más grande convicción y que para imitar los rugidos de los salvajes no había otro como él. ¿Cómo lo había aprendido? Lo ignoro. Lo que sé es que aquellos grandes rugidos que sacaba de lo más profundo de su garganta, habrían hecho estremecer al más valeroso. A mí, al propio Robinsón, me producían algunas veces ni¡ sobresalto y tenía que decirle en voz baja: «No tan fuerte, Rouget, me das miedo»