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Tenía yo entonces seis o siete años. Como me criaba muy desmedrado y enfermizo, mis padres no habían querido enviarme a la escuela. Mi madre me enseñó a leer y escribir únicamente unas cuantas palabras en español y dos o tres piezas de guitarra gracias a lo, cual entre la familia se me había creado una reputación de niño prodigio. Debido a tal sistema de educación no me movía nunca de casa y he aquí porqué hube de asistir en todos sus detalles a la agonía de la casa Eyssette. El espectáculo no me conmovió lo más mínimo, lo confieso; y hasta encontré a nuestra ruina el lado agradable de que podía corretear a mi gozo y capricho por toda la fábrica lo cual, cuando había obreros, no me estaba permitido más que los domingos. Gravemente le decía yo al pequeño Rouget: «Ahora la fábrica es mía; me, la han dado para jugar» Y el pequeño Rouget me creía. Creía todo lo que le decía.

En casa no todos tomaron, sin embargo, nuestra catástrofe tan alegremente. Súbitamente el señor Eyssette se convirtió en un hombre terrible. Por sus hábitos y maneras se le hubiera creído una naturaleza fogosa violenta, exagerada, aficionado a los gritos, al estruendo; pero en el fondo era un hombre excelente, que únicamente tenía la mano pronta la expresión altiva y la imperiosa necesidad de aterrorizar a todo cuanto le rodeaba. La mala fortuna en vez de abatirlo, lo exasperó. De la noche a la mañana se le desencadenó una cólera formidable que, no sabiendo contra quién desfogarse contra todo arremetía contra el sol, el mistral (viento maestral), Jaime, la vieja Ana la Revolución ¡oh, sobre todo contra la Revolución!.. Si se oía a mi padre, cualquiera habría jurado que aquella revolución de 18... que nos dejo tan maltrechos, se había fraguado especialmente contra nosotros. Se me creerá, pues, si digo que los revolucionarios no estaban en olor de santidad en la casa Eyssette. Dios sabe lo que dijimos de esos señores en aquellos tiempos... Aun hoy, cuando el viejo papá Eyssette (que Dios me lo conserve) siente los síntomas de uno de sus accesos de gota se extiende penosamente en su chaise-longue y murmura casi imperceptiblemente: «¡Oh! ¡esos revolucionarios!.. »

En la época de que os hablo, el señor Eyssette aún no tenía gota, y la pesadumbre de verse arruinado había hecho de él un hombre terrible al que nadie podía aproximarse. En cierta ocasión hubo que sangrarle dos veces en quince días. A su lado, todos se callaban; le teníamos miedo. En la mesa, casi no nos atrevíamos a pedir pan. Así, desde que había vuelto las espaldas, no se oía más que un sollozo de un extremo al otro de la casa; mi madre, la vieja Ana, mi hermano Jaime y también mi hermano mayor, el abate, cuando venía a vernos, todos ayudábamos. Mi madre, naturalmente, lloraba al ver desgraciado a su marido; el abate y Ana por ver llorar a mi madre, y en cuanto a Jaime, demasiado niño para comprender nuestras desgracias -tenía apenas dos años más que yo-, lloraba por necesidad, por placer.

 
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Poquita cosa de Alphonse Daudet   Poquita cosa
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