Detrás del agujero, sobre el techo iluminado por un rayo
de luna, el pequeño Friquet vio distintamente al buen Noel, que estaba
sacudiendo su caja.
Cayó un copo; luego otro, luego un tercero, luego cien,
luego mil: la caja parecía inagotable, y todo los copos caían en
la babucha.
La babucha no tardó en rebosar: la nieve invadió
la cabaña; entonces, una bocanada de viento barrió la nieve que,
marchándose por la puerta y remolineando sobre el país como un
enjambre de moscas blancas, cubría la montaña y la llanura y
colgaba de las espinas de los cactus, de las guirnaldas de las lianas, de las
recortadas palmas de los cocoteros, inmensos cortinajes de plata.
La cabaña, entonces, tenía vidrios, y esos
vidrios se habían cubierto con los lindos dibujos que forma la escarcha.
También tenía chimenea, y sobre sus hierros, un enorme tronco se
deshacía en brasa, mientras que, chorreando jugo, con la piel dorada, un
pavo estaba asándose delante de ella.