-Hermano -le dijo-, os he oído decir que deseabais una máquina como esas con que los sabios están maravillando el mundo. Os la he podido conseguir. Aquí la tenéis.
Y depositando el envoltorio en manos del asombrado Tomás, desapareció, sin que éste tuviese tiempo de advertir que bajo el hábito se habían mostrado, en el momento de la desaparición, dos patas de chivo. Fray Tomás, desde el día del misterioso regalo, consagróse a sus experimentos. Faltaba a maitines, no asistía a la misa, excusándose como enfermo. El padre provincial solía amonestarle; y todos le veían pasar, extraño y misterioso, y temían por la salud de su cuerpo y de su alma.
Y él ¿qué hacía?
Fotografió una mano suya, frutas, estampas dentro de libros, otras cosas más.
Y una noche, el desgraciado, se atrevió por fin a realizar su pensamiento...
Dirigióse al templo, receloso, a pasos callados. Penetró en la nave principal, y se dirigió al altar en que, a la luz de una triste lámpara de aceite, se hallaba expuesto el Santísimo Sacramento. Abrió el tabernáculo. Sacó el copón.
Tomó una sagrada forma. Salió huyendo de su celda.
Al día siguiente, en la celda de fray Tomás de la Pasión, se hallaba el señor arzobispo delante del padre provincial.
-Ilustrísimo señor -decía éste-, a fray Tomás le hemos encontrado muerto. No andaba muy bien de la cabeza. Esos sus estudios y aparatos creo que le hicieron daño.
-¿Ha visto su reverencia esto? -dijo su señoría ilustrísima, mostrándole una placa fotográfica que recogió del suelo, y en la cual se hallaba, con los brazos desclavados y una terrible mirada en los divinos ojos, la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.