Así continuó alrededor de media hora.
Después cerró el libro, quizás al terminar un
capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la
mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una
de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a
la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado.
Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el
cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la
cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo
el cual se distinguían aún más las facciones del muerto.
Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano
libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil
acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su
exámen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y
antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del
candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta.
Después sacó la vela del cilindro hueco del
candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto
tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una
hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el
candelero, sopló, apagó la llama.