El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes
mirando el cadáver; luego encogiéndose levemente de hombros, fue
hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era
absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el
polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba
reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la
mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo.
Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera
trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse.
Después de haber terminado la inspección del cuarto, se
instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo,
acercó la mesita con el candelero y empezó a leer.
Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de
tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el
rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa
"firmeza" en el mentón y en la mandíbula que,
según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la
expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco
sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en
el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al
parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos
ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por
ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas
impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera
recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto,
qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y
serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir.