En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una
casa desocupada, un cuarto del piso alto, yacía el cuerpo de un hombre
tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela
iluminaba el cuarto, débilmente. Las dos ventanas estaban cerradas, con
las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las
habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un
sillón, una mesita para leer que sostenía candelero, y una larga
mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quiza,
introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría
observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto.
Había telarañas en los ángulos de las paredes.
Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana,
hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele
atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos
aquellos consumidos por una enfermedad.
Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse
que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que
un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba
construido sobre la pendiente de una colina.
Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia
- con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas
podía uno comprender por qué se moslestaban en marcar la hora
- se abrió la única puerta del cuarto, entró un
hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un
movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se
oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el
chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor.
Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto
era ya un prisionero.