Le
pidió al taxista que lo llevara al Gran Hotel de la Ciudad de México donde tenía
una reservación. En el vehículo se encerraba un hedor a limón agrio, por lo que
al escampar bajó un poco la ventanilla. Mientras el coche se desplazaba en la
marea del tráfico, un discreto olor a humo y gasolina invadió el ambiente a
pesar del frescor de la tarde. Las calles irregulares lo desorientaron como si
se internara en un laberinto: de momento circulaba sobre una gran avenida y de
repente se adentraba en el intrincado cuerpo de la ciudad, entre calles con
aceras y esquinas desalineadas o terminadas en pared. Una ciudad semejante a
otras capitales latinoamericanas que había conocido. La sirena de una ambulancia
se acercaba por la derecha, y un oficial de tránsito desviaba el tráfico de la
calle donde un trolebús ardía en llamas, rodeado de bomberos que trataban de
apagarlo. Le había dicho a su jefe que haría todo lo que le ordenaran para
evitar una Corea o un Vietnam en la frontera sur. Recordó que en febrero de ese
año, los norvietnamitas de Ho Chi Minh, quienes supuestamente se debilitaban
bajo el constante ataque de las fuerzas estadounidenses, lograron una nueva
ofensiva tan devastadora que socavó toda la posición de Estados Unidos. Antes de
esta ofensiva Tet (año nuevo lunar en Asia), la opinión pública por la guerra se
había conservado; pero a partir de ese momento, una mayoría se opuso al
compromiso adquirido por su país. Por eso, un mes después de Tet, el presidente
Lyndon B. Johnson, cansado, deprimido, atribulado por los problemas y quizá por
su conciencia, anunció que no buscaría una segunda reelección. Había tenido
suficiente.
A
través del New York Times tuvo una vaga información de que estudiantes de
la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), del Instituto Politécnico
Nacional y de otras escuelas de educación superior iniciaban una movilización en
contra del autoritarismo del presidente Gustavo Díaz Ordaz y de las fuerzas
policiacas de la ciudad. Él sabía que eso era insustancial: si se hablaba de
revueltas, ahí estaban las de su país desde el 4 de abril, cuando los negros se
dejaron llevar por una furiosa acometida incendiaria y de saqueo a raíz del
asesinato de Martin Luther King hijo, en Memphis, Tennessee. O bien, la muerte
de Robert F. Kennedy el 6 de junio en Los Ángeles, California, que llevó a los
demócratas a realizar una convención de nominación en Chicago, precipitando
durante agosto una ola de protestas y combates con la policía de esa ciudad.
Concluyó que su misión tenía que relacionarse con el comunismo y los XIX Juegos
Olímpicos que darían inicio el 12 de octubre en la ciudad de México. Ronald
Wynne le había indicado que acudiría como fotógrafo de prensa del Houston
Sports, e incluso le había dado un chaleco de fotógrafo, largo hasta la
cadera, de color gris, con tres bolsillos en hilera en cada pechera, y una
tarjeta de acreditación que le permitiría moverse por la ciudad y cubrir desde
ese día todo acontecimiento deportivo, cultural, político o social, tal vez para
vigilar la movilidad de los periodistas soviéticos, cubanos o de cualquier otro
país del este de la Cortina de Hierro. «¿Tendrá ese objetivo mi misión? Puede
ser», dedujo pensando en los agentes de la CIA detenidos en Cuba en días
recientes, aunque en realidad él no era especialista en actividades
clandestinas, espionaje, contraespionaje, operativos guerrilleros y
paramilitares, o guerra política y psicológica, sólo era
francotirador.