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Día 9 de febrero
Estábamos
Julia y yo preparándonos el ánimo para el nuevo fin de semana en Torremolinos
(que siempre me inspiran armonía, crecimiento vital y vida en plenitud), cuando
leo casualmente en el periódico la esquela de J. T. Tengo la convicción
intuitiva (que coincida con la triste y dolorosa noticia que estos días cuentan
todos los periódicos y televisiones) de que se ha suicidado (autolisis
decimos en griego para eufemizar el terrible hecho). Cuando hace varias
semanas escuché su voz en el contestador automático pidiéndome nueva consulta,
ya me vino a la cabeza intuitivamente la imagen del desenlace. Al llamar
entonces a su casa para darle la cita, la voz de su hijo diciéndome que no
estaba me alarmó. En realidad había ido con su mujer a una reunión familiar. Al
despedirse de mí a los pocos días, después de la hora de consulta, me abrazó con
una afectuosidad desacostumbrada y me sostuvo la mirada con un enigmático esbozo
de sonrisa. Yo sabía que en su pensamiento estaba hacerlo, que ya había habido
intentos anteriores, y que la imagen recurrente del suicidio de su hermano
estaba grabada a fuego en su cerebro.
No
sé lo que habrá significado para él: es el misterio de la existencia, en cuya
oscuridad tantas veces me pierdo. Ha sido, eso sí, un final en cierto modo
elegido, anunciado, preparado, fantaseado, como el oscuro objetivo de un turbio,
indescifrable, deseo.
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