-Menos
yo -repuso Mazarino con la misma sonrisa-, pues ya veis que he cambiado el mío
por el vuestro.
-Eso
es pura modestia, señor; y por mi parte os aseguro, que si tuviera el de vuestra
eminencia, me daría por muy satisfecho.
-Lo
creo, pero para salir esta noche entiendo que no sería el más a propósito.
Bernouin, mi sombrero.
El
ayuda de cámara llevó al momento un sombrero de alas anchas. El cardenal se lo
puso, y volviéndose a D'Artagnan, dijo:
-¿Supongo
que tendréis caballos dispuestos en las cuadras?
-Sí,
señor.
-Pues
bien, marchemos.
-¿Cuántos
hombres hemos de llevar?
-Habéis
dicho que con cuatro os comprometíais a poner en fuga a cien revoltosos; pero
como pudiéramos encontrar doscientos, llevad ocho.
-Pues
cuando gustéis.
-Vamos...
O si no -repuso el cardenal-, mejor es por aquí. Alumbrad,
Bernouin.
El
criado tomó una bujía, Mazarino sacó una llavecita de su escritorio, y abriendo
la puerta de cierta escalera secreta, se encontró al cabo de pocos instantes en
el patio del palacio.