Mas
los que más especialmente levantaron la voz contra los nuevos impuestos fueron
el presidente Blancmesnil y el consejero Broussel. Dados aquellos decretos,
volvió el rey al palacio por entre un gentío inmenso que apenas dejaba paso;
pero como se sabía que había ido al Parlamento, y no se sabía si era para
mejorar o para agravar la situación del pueblo, no se oyó ni una sola
exclamación para felicitarle. Antes al contrario: todos los semblantes estaban
inquietos y sombríos y había algunos hasta amenazadores.
A
pesar de que ya el rey había vuelto a Palacio, las tropas permanecieron en sus
puestos por miedo a que cuando se supiese el resultado de la sesión del
Parlamento estallase alguna asonada. Y en efecto, en cuanto comenzó a cundir el
rumor de que el rey, lejos de disminuir las cargas las había aumentado,
formáronse grandes grupos, y se oyeron por todas partes los gritos de: «¡Muera
Mazarino! ¡Viva Broussel! ¡Viva Blancmesnil!» Porque el pueblo ya sabía que
éstos eran los que habían abogado por él, y no dejaba de agradecerles su
interés, por más que hubiese sido infructuoso.
Se
trató de disolver los grupos y ahogar aquellas voces; pero como sucede muchas
veces en semejantes casos, los grupos aumentaron y las voces se hicieron cada
vez más amenazadoras. Acababa de darse orden a los guardias del rey y a los
suizos, no sólo de mantenerse en sus puestos, sino de destacar algunas patrullas
por las calles de San Dionisio y San Martín, donde el desorden era mayor, cuando
anuncióse en el Palacio Real la llegada del preboste de los
mercaderes.
Introducido
inmediatamente, manifestó que si no cesaban aquellas demostraciones de fuerza
por parte del gobierno, en dos horas se pondría en armas a la población de
París.
Estaban
deliberando sobre lo que convendría hacer, cuando entró Comminges, teniente de
guardias, con el traje destrozado y el rostro lleno de sangre. Al verle entrar,
la reina dio un grito y preguntó qué acontecía.
La
previsión del preboste se había cumplido en parte, pues los ánimos empezaban a
exasperarse con la vista de las tropas. Algunos alborotadores se habían
apoderado de las campanas y tocaban a rebato. Comminges quiso demostrar energía,
y haciendo arrestar a uno que parecía cabeza de motín, mandó que para hacer un
escarmiento lo ahorcasen en la cruz del Trahoir. Disponíanse los soldados a
cumplir esta orden; pero al llegar al Pósito fueron atacados por la multitud con
piedras y alabardas, y el preso, aprovechando el tumulto, huyó por la calle de
Tiquetonne, refugiándose en una casa.
Los
soldados forzaron la puerta, pero inútilmente, pues no lograron dar con el
fugitivo. Comminges dejó un piquete en la calle, y con el resto de su fuerza fue
al Palacio Real para dar cuenta a la reina de lo que sucedía. En todo el camino
fue perseguido con gritos y amenazas; muchos de sus soldados habían sido
heridos, a él mismo habíanle partido una ceja de una
pedrada.
La
relación de Comminges venía a confirmar lo manifestado por el preboste de los
mercaderes, y como las circunstancias no permitían hacer frente a un
levantamiento serio, el cardenal hizo decir que las tropas habían sido situadas
en los muelles y el Puente Nuevo, sólo con motivo de la ceremonia del día, y que
al instante iba a retirarse: efectivamente, a eso de las cuatro de la tarde se
concentraron todos hacia el Palacio Real, situóse un destacamento en la barrera
de Sergens, otro en la de Quince-Vingts y otro en la altura de San Roque. Se
llenaron los patios y pisos bajos de suizos y mosqueteros, y se decidió esperar
los acontecimientos.
A
esta altura se encontraban los sucesos cuando introdujimos al lector en la
habitación del cardenal Mazarino, que antes había pertenecido a Richelieu. Ya
hemos visto en qué situación de ánimo escuchaba los clamores del pueblo y el eco
de los tiros que llegaban hasta él.
De
repente levantó la cabeza con las cejas medio fruncidas, cual un hombre que ha
tomado una resolución, fijó los ojos en un enorme reloj que iba a dar las seis,
y tomando un pito de oro que había sobre la mesa, silbó dos
veces.
Abrióse
silenciosamente una puerta oculta detrás de la tapicería, y un hombre vestido de
negro se adelantó, quedándose en pie detrás del sillón que ocupaba el
cardenal.