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-Bernouin -dijo el cardenal, sin volver siquiera la cabeza, pues habiendo dado dos silbidos, sabía que sería su ayuda de cámara-, ¿qué mosqueteros están de guardia en palacio?

-Los mosqueteros negros, señor.

-¿Qué compañía?

-La de Tréville.

-¿Está en la antecámara algún oficial de esa compañía?

-El teniente D'Artagnan.

-¿Creo que ése es de los buenos?

-Sí, señor.

-Traedme un uniforme de mosquetero, y ayudadme a vestir.

El ayuda de cámara salió, y un momento después, volvió con el deseado uniforme de mosquetero.

El taciturno cardenal comenzó a quitarse el traje de ceremonia que se había puesto para asistir a la sesión del Parlamento, y a ponerse la casaca de mosquetero, que llevaba con soltura gracias a sus antiguas campañas de Italia. Cuando estuvo vestido dijo:

-Id a llamar a M. D'Artagnan.

Y el criado salió esta vez por la puerta del centro; pero siempre tan taciturno, que más bien que un hombre parecía una sombra.

Luego que Mazarino quedó solo, se miró con satisfacción al espejo. No era viejo todavía, pues apenas contaba cuarenta y seis años: su estatura era algo menos que mediana; pero su cuerpo estaba bien formado, tenía el cutis fresco, la mirada llena de fuego, la nariz grande pero bien proporcionada, la frente ancha y franca, los cabellos castaños y algo crespos, la barba más oscura que los cabellos, y siempre rizada, lo cual le favorecía mucho. Se puso el tahalí; examinó con complacencia sus manos, que eran lindas, y las cuidaba esmeradamente, arrojó unos guantes de gamuza que eran los que correspondían al uniforme, y se puso otros de seda.

En aquel instante, volvió a abrirse la puerta.

-M. D'Artagnan -dijo el ayuda de cámara.

Y se presentó un oficial.

Era éste un hombre de cuarenta años, pequeño de cuerpo, pero bien formado, delgado, de ojos expresivos: tenía la barba negra y los cabellos entrecanos, como sucede generalmente al que ha pasado una vida muy agitada, principalmente si es moreno.

D'Artagnan dio cuatro pasos en el gabinete, que ya conocía por haber estado en él una vez, cuando vivía el cardenal Richelieu, y viendo que no había más que un mosquetero de su compañía, puso en él la vista, pero al momento reconoció al cardenal.

Entonces se detuvo en actitud respetuosa y digna, como convenía a un hombre de alguna condición, que había tenido en su vida frecuentes ocasiones de tratar con personas de elevada categoría.

El cardenal dirigióle una mirada más bien curiosa que escrutadora, y dijo después de un momento:

-¿Sois el caballero D'Artagnan?

-El mismo, señor -contestó el oficial.

El cardenal examinó por un momento aquella cabeza de hombre inteligente, y aquel rostro cuya extremada movilidad había cambiado con los años y la experiencia; pero D'Artagnan sostuvo el examen como quien ya ha sido sondeado en otro tiempo por ojos más perspicaces que los que entonces le miraban.

-Caballero -dijo el cardenal-, vais a venir conmigo, o mejor dicho, yo voy a ir con vos.

-Estoy a vuestras órdenes, señor -respondió D'Artagnan.

-Desearía visitar por mí mismo las guardias que rodean el Palacio Real: ¿creéis que hay algún peligro?

-¿Algún peligro, señor? -preguntó D'Artagnan-. ¿Y cuál?

-Parece que el pueblo está bastante excitado.

-El uniforme de los mosqueteros del rey es generalmente respetado, y aun cuando no lo fuera, con cuatro hombres me comprometo a hacer correr a ciento de estos vagos.

-Ya habéis visto, no obstante, lo que le ha pasado a Comminges.

-El señor de Comminges pertenece a los guardias y no a los mosqueteros -contestó D'Artagnan.

-Lo cual quiere decir -repuso sonriendo el cardenal- que los mosqueteros son mejores soldados que los guardias.

-Cada uno tiene el amor de su uniforme, señor.

 
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