Era éste un hombre odiado por el pueblo, en primer lugar por razón
de su cargo, que parece que lleva consigo el hacer odioso a todo el que lo
ejerce; y en segundo, porque él daba motivos para serlo:
Su
padre, banquero de Lyon, que se llamaba Particelli, había cambiado su nombre por
el de Emery a causa de una quiebra. Reconociendo en él el cardenal de Richelieu
un gran talento rentístico, lo presentó al rey Luis XIII con el nombre de Emery,
como hombre experto para intendente de rentas; hablando de él con mucho
elogio.
-Tanto
mejor -díjole el rey-; me alegro mucho de que me habléis del señor Emery para
este destino, que debe ser ocupado por un hombre honrado. Me habían dicho que
protegíais a ese bribón de Particelli, y temía que me obligaseis a
nombrarlo.
-Señor
-contestó el cardenal-, en ese punto puede Vuestra Majestad estar tranquilo,
pues el Particelli a que se refiere ha sido ahorcado.
-¡Muy
bien! -exclamó el rey-. Así verán que no en vano me llaman Luis el
Justo.
Y
firmó el nombramiento del señor de Emery.
Este
mismo Emery consiguió ser luego superintendente de rentas.
Habiendo
ido a llamarle de parte del consejo, acudió muy azorado, diciendo que su hijo
había estado expuesto aquel mismo día a ser asesinado en la plaza de Palacio,
donde halló una turba que le echó en cara el lujo de su mujer, que tenía una
habitación tapizada de terciopelo con adornos de oro. Esta era hija de Nicolás
Lecamus, secretario del rey en 1617, el cual había llegado a París con veinte
libras por todo capital, y acababa de distribuir entre sus hijos nueve millones,
reservándose una renta de cuarenta mil libras.
El
hijo de Emery había corrido gran peligro de morir trágicamente, por habérsele
ocurrido a un chusco proponer que le estrujasen hasta que vomitase todo el oro
que había tragado. El consejo no pudo resolver nada aquel día, pues el
superintendente no tenía la cabeza para hacer cosa de
provecho.
Al
día siguiente, el primer presidente, Mateo Molé, cuyo valor en aquel entonces,
según testimonio del cardenal de Retz, igualó al del duque de Beaufort y al del
príncipe de Condé, que pasaban por ser los hombres más intrépidos de Francia,
fue también acometido: el pueblo amenazaba con hacerle responsable de todos los
males que se le iban a ocasionar; pero el primer presidente contestó con su
acostumbrada serenidad, que si los alborotadores desobedecían la voluntad del
rey, iba a mandar levantar cadalsos en todas las plazas para ejecutar en el acto
a los revoltosos. A lo cual replicaron éstos que deseaban que se levantaran,
pues servirían para ahorcar a los malos jueces que lograban el favor de la corte
a costa de la miseria del pueblo.
Pero
hubo más: el día 11, yendo la reina a misa a Nuestra Señora, según hacía todos
los sábados, fue seguida por más de doscientas mujeres que gritaban pidiendo
justicia. No había en ellas ninguna mala voluntad, y sólo deseaban arrojarse a
los pies de la reina para moverla a lástima; pero los guardias se lo impidieron,
y la reina atravesó con altivez por entre la muchedumbre, sin dignarse oír sus
clamores.
Por
la tarde volvió a celebrarse consejo, y se decidió sostener a todo trance la
autoridad del rey, convocando el Parlamento para el día
siguiente.
Este
día, en cuya noche comienza nuestra historia, el rey, que contaba entonces diez
años de edad y acababa de pasar el sarampión, con motivo de ir a dar gracias a
Nuestra Señora por su restablecimiento, formó sus guardias, sus suizos y sus
mosqueteros alrededor del Palacio Real, en los muelles y en el Puente Nuevo; y
después de la misa fue al Parlamento, donde con general asombro, no sólo sostuvo
sus anteriores decretos, sino que promulgó otros cinco nuevos, a cual más
ruinoso, según dice el cardenal de Retz, de tal modo, que el primer presidente,
que antes estaba al lado de la corte, no pudo menos de expresarse con grande
energía acerca de aquel modo de llevar al rey a semejante sitio para sorprender
y coartar la libertad de los votos.