Al
pronunciar esta palabra la sonrisa de Su Eminencia tomó una expresión de odio,
impropia de su fisonomía, generalmente dulce.
-Y el Parlamento... -prosiguió- bien; ya veremos lo que debemos
hacer con él: por de pronto ya tenemos a Orléans y a Montargis. ¡Ah! Yo me
tomaré tiempo; pero los que han gritado contra mí acabarán por gritar contra
toda esa gente. Richelieu, a quien odiaban mientras vivía y de quien no cesaron
de hablar después de muerto, se vio peor que yo todavía, porque fue despedido no
pocas veces y otras tantas temió serlo. A mí no me puede despedir la reina, y si
me veo obligado a ceder ante el pueblo, ella tendrá que ceder conmigo; si huyo,
también ella huirá, y entonces veremos qué hacen los rebeldes sin su reina y sin
su rey... ¡Oh!, ¡si yo no fuera extranjero!, ¡si hubiera nacido en Francia!, ¡si
fuera caballero! ¡Con esto sólo me contentaba!
Y
volvió a sus meditaciones.
Efectivamente
la situación era difícil, y el día que acababa de terminar la había complicado
más todavía.
Aguijoneado
por su insaciable codicia, Mazarino cada vez oprimía al pueblo con más
impuestos, y el pueblo, al que, según la frase del abogado general Talon, no le
quedaba ya más que el alma, y esto porque no podía venderla; el pueblo, a quien
se trataba de aturdir con el ruido de las victorias, pero que conocía que los
laureles no pueden usarse como alimento, empezaba a
murmurar.
Pero
no era esto lo peor, porque cuando sólo es el pueblo el que murmura, la corte,
alejada de él por la nobleza, no lo oye; pero Mazarino había cometido la
imprudencia de meterse con la magistratura, vendiendo doce nombramientos de
relator; y como estos cargos daban pingües derechos, que necesariamente habían
de disminuir aumentando el número de magistrados, se habían éstos reunido y
jurado no consentir semejante aumento, y resistir a todas las persecuciones de
la corte; prometiéndose mutuamente que en el caso de que alguno de ellos
perdiese el cargo a consecuencia de aquella actitud rebelde, los demás le
resarcirían de sus pérdidas por medio de un reparto.
He
aquí lo que hicieron unos y otros:
El
día 7 de enero reuniéronse tumultuariamente unos setecientos u ochocientos
mercaderes de París a causa de una nueva contribución que se trataba de imponer
a los propietarios de casas, y delegaron a diez de entre ellos para que hablasen
en nombre de todos al duque de Orléans, el cual, según su tradicional costumbre,
trataba de hacerse popular. Recibidos por el duque, le manifestaron que estaban
resueltos a no pagar aquel nuevo impuesto, aunque tuvieran que rechazar a los
cobradores por medio de la fuerza. El duque de Orleáns, después de escucharles
con benevolencia, les dio algunas esperanzas, ofreciéndose a hablar con la
reina, y les despidió con la palabra sacramental de los príncipes:
«Veremos».
Los
relatores, por su parte, presentáronse al cardenal el día 9, y uno de ellos, que
tomó la palabra en nombre de los demás, se expresó con tal vigor y atrevimiento,
que el cardenal, sorprendido, les despidió como el duque de Orleáns a los suyos,
diciéndoles: «Veremos».
Entonces
reunióse el consejo, y se llamó a Emery, el superintendente de
rentas.