No queremos hablar de la obra antes de referirnos nuevamente a esta mujer: Sarah, para la cual se han hecho dramas como vestidos.
Hay bello cuerpo: luego viene el traje que se ajusta a la delicadeza de un talle, a la redondez de un seno, al escultural declive de un escorzo.
Hay talento maravilloso: pues, he aquí que los poetas tendrán el conocimiento especial de ajustar a un espíritu una obra, a una mujer nerviosa un papel que se acomode a su temperamento neurótico, a una actriz de imaginación, un desempeño que sea propio a su idiosincrasia.
Esta Sarah Bernhardt, este moderno Proteo con faldas, ha tenido tanta dicha como talento. Sardou le escribe piezas especiales: no piezas, papeles, como ella dice. Y esos papeles son telones donde la mujer nerviosa hace ver, con la linterna mágica de su genio, los cuadros vivos de las obras en que resplandece y subyuga.
* * *
Sarah tiene la maravillosa intuición de la sibila.
Ya hemos dicho de ella lo que nos ha hecho discurrir en sus primeras representaciones; y, sin embargo, cada vez que nuevamente tenemos ocasión de admirarla, encontramos súbitos fulgores que no habíamos advertido en el astro.
Su figura se nos presenta cada vez más excepcional; su voz adquiere cada noche de representación nuevos acentos que expresan con singular propiedad las agitaciones de su espíritu.
Cuando Sarah aparece en escena, nos imaginamos algo sobrenatural. Un temperamento como el de ella, tiene mil resortes de que aprovecharse para hacer estallar la concurrencia de un teatro en aplausos y súbitas explosiones de entusiasmo.
Es menester decir algo sobre los autores de Adriana Lecouvreur.
Un día en los salones de Madame de Rauzan, se entabló el siguiente diálogo entre Legouvé y Scribe.
- Y bien, Ernesto, es preciso que la obra para la Rachel quede concluida.
- Opino que sí, mas es preciso que la obra que intentamos llevar a cabo, sea a propósito para que la Rachel aparezca tal como es, y triunfadora, en una pieza en prosa.
- Pienso lo mismo.
Y la obra fue hecha.
La obra se escribió, y la célebre actriz apareció en la escena haciendo la Adriana más brillante que se puede imaginar.
Pero cuando la Rachel reinaba, no cabía en imaginación alguna la figura ni el talento de Sarah Bernhardt.
Sarah, según críticos sagaces e inflexibles, agobia con su peso ese gran árbol de fama que dejó la Rachel fresco y floreciente como un laurel reverdecido.
Y es la verdad. Nosotros no hemos visto a la actriz esa, para quien fue escrita Adriana; pero estarnos seguros, y abonados por criterios bien fundados, de que Sarah en las tablas de cualquier teatro del mundo, interpreta, ilumina, mejora, la creación de Scribe y Legouvé.
Sarah, debemos manifestarlo, lleva más en su colorido y en su fondo, del ingenio especial, del estilo suave y retocado del amigo de Eugenio Sue, que de Scribe, quien imperó en el teatro francés como un sublime tramoyista, pintor de lindos cuadros y enlazador de extrañas peripecias.
Por lo que toca al desempeño de la obra en la noche del martes, hemos de decir que los papeles secundarios quedan ínfimos ante la ejecución de los principales, o, por mejor decir, ante la ejecución de Sarah.
Esos caballeros del siglo XVIII que tan bien sabían manejar una espada y los recursos del amor y el libertinaje, se conocen en el Teatro Santiago como buenas personas de claque y frac parisienses, pero no como exactos galantuomos de los tiempos de la Lecouvreur.
Buenos en Fedora, reprochables en Adriana. Nos llama también la atención ese decorado impropio, esa atroz confusión de columnas acartonadas, de muebles de estilo inverosímil; eso que el más indocto lamenta viendo la insuficiencia del escenario del Santiago, que ahora se honra teniendo en sus tablas a toda una Sarah Bernhardt.
Y de ésta, ¿qué decir más?
Es preciso admirarla, verla con sus ojos húmedos, con aquella humedad de que hablan los bucólicos; es preciso admirarla, plástica viva, figura agitada, luz y electricidad en cuerpo de mujer. Y luego que se haya admirado tal esplendidez, tal magnificencia; luego que se hayan contemplado esos miembros elásticos, y esas pupilas caprichosas de hechicera loca; luego que se haya visto gemir, llorar, rugir, debilitarse, caer, a esa comediante única, sola... que se la juzgue, que se la critique.