Soy monje, no por vocación sino por obligación, aunque el paso
del tiempo me empujó a abrazar la antigua fe, ésa que confía en el perdón de los
pecados y en la salvación del alma. Aunque hoy día la iglesia no es más que una
institución de ricos manipulada por poderosos, cuando ingresé en la orden
benedictina los monasterios eran la piedra angular de la enseñanza cristiana;
hago mal en hablar en general, el mío si era un ejemplo pero muchos otros ya
habían sucumbido a la tentación convirtiéndose en verdaderos centros de comercio
de lana y otros productos y amasaban grandes fortunas que gastaban, no en paliar
las necesidades del pobre sino para su propia satisfacción. La casa del Señor es
de barro, no de oro pero mientras el pueblo es diezmado por el hambre, las
riquezas se van acumulando en forma de reliquias en la iglesia, y los abades se
construyen sus propias casas separadas de los monasterios. Así lleva sucediendo
desde entonces, si bien la situación ha empeorado hasta el punto en que cada vez
se hacen más frecuentes los asaltos a los prelados en los que son despojados de
sus ricas vestiduras y joyas, pretendiéndose así devolverles la humildad y
pobreza que predican.
Según me ha contado el hermano Jacobo, que es mi único contacto
con el exterior, los servidores de la iglesia andan tan preocupados en
satisfacer sus deseos que ya no se molestan en ocultarlos; así pues, en
Inglaterra, al párroco de Chinchester le ha sido impuesta la penitencia de
peregrinar durante tres años tras confesar que solía fornicar con varias
mujeres. Así están las cosas.
He de decir que no me he distinguido por mi santidad -conocí la
fogosidad de varias mujeres- pero como ya dije antes mi ingreso en la vida
monacal fue impuesto por la necesidad, y por ésta razón nunca me aventuré a
aconsejar o a predicar con el ejemplo, al contrario que esos charlatanes
hipócritas de rostro sonrosado y cuerpo hinchado por el sebo. Es verdad que
acogí mi ingreso en la orden sin temor y sin fe pero años después, tras el
sorprendente secreto del que fui partícipe, el miedo me empujó a Dios, a una fe
ciega que no necesita ver para creer y que encuentra un consuelo único y
verdadero en la oración y en la meditación.