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Y resolvió que aquel palo, que se manejaba con facilidad, no le serviría para matar a nadie; haría de él un compañero. Luego se encaró con una encina viejísima, que parecía contemplarle, y le juró que algún día Juan Tozudo enseñaría a vivir al barón de Saligneux. Pronunció este juramento con voz vibrante; dijérase que se sintió conmovida la encina. Todos los hombres fuertes han empezado su carrera con un juramento a lo Aníbal.

Volvió furtivamente al castillo, tomó sus ropas y sus papeles, con los que hizo un paquete. Después rompió la hucha en que recogía sus ahorros. Era muy económico. Contó su dinero, y se encontró con una buena suma. Después partió con intención de no volver más. Al traspasar la puerta, se quitó los zapatos, y los sacudió con violencia, para no llevarse ni el más leve grano de polvo de las tierras del barón de Saligneux. Empleó el resto del día en tomar informes, en procurarse una maleta donde encerrar su equipaje y una bolsa de cuero donde guardar sus cuartos. Pasó la noche al raso, tendido en el fondo de la cuneta de un camino, teniendo una zarza por almohada. Durmió, no obstante, deliciosamente; se despertó ágil y fuerte, sintiéndose con bríos para desafiar la sed, el hambre, el frío, todos los sufrimientos que le aguardan.

El cura Miraud salía de su iglesia, donde acababa de decir misa, cuando vio venir hacia él a Juan Tozudo, con la maleta al hombro y el palo de acebuche en la mano.

-¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? -le dijo. ¿Qué significa eso?

Juan no respondió nada. El cura le cogió del brazo.

-No te portas bien, Juan -observó el cura. -He sabido que has reñido con el señor de Saligneux.

-¿Lo sabe usted ya? -replicó Juan. -¿Sabe usted que ha querido pegarme, llamándome expósito? Su mano no llegó a darme en la cara, pero sí me alcanzó en la espalda su pie. Aún, siento el golpe, y lo sentiré toda mi vida, y lo que me ha dicho, siempre lo estaré oyendo.

-El señor de Saligneux es algo vivo de carácter -repuso el buen sacerdote. -Pero confiesa que le contestaste mal, que fuiste insolente con él.

-Que se meta en lo suyo. No será él quien me enseñe a podar un peral.

-Te podría enseñar, a lo menos, a ser cortes. Hay que ser respetuoso con los superiores, hijo mío. ¡Anda! Lo sé todo. Mientras te reñía, te pusiste a tararear una cancioncilla.

-Perdone usted, señor cura, no sé otra cosa. Si hubiera sabido cantar ópera, ópera le cantara -repuso el joven en tono de burla.

El padre Miraud adoptó un empaque grave.

-Juan -dijo, -o no cuentes más conmigo, o haces las paces con el Barón.

-Jamás -respondió Juan.

-¿No sabes que el Evangelio nos enseña el perdón de las ofensas? Admito que el Barón no llevara razón; pues bien, perdónale.

-Jamás -replicó Juan frotándose la parte dolorida.

-Jamás no es una palabra cristiana -repuso el sacerdote tristemente, -apenas si es una palabra humana.

Juan callaba.

-¿Qué piensas hacer?

-Dejar este país.

-¿Y adónde vas?

-¡Ah! es mi secreto. Tengo una, idea -dijo Juan, irguiendo la cabeza.

-Eres un loco -replicó el buen cura. -Ya te crees rico, porque tienes una idea. ¡Valiente cosa! ¿Las ideas abrigan, llenan el estómago, impiden morir de hambre?

-Es igual: tengo una idea -insistió Juan Tozudo.

-¡Que yo reviente, si no es una idea de Lucifer! ¡Cuidado! Hay ideas que conducen al hospital; hay otras que llevan a presidio.

Y mirando fijamente a Juan, añadió el presbítero:

-No me cabe duda. El rabillo del diablo te asoma por los ojos.

-Dios o el diablo -repuso Juan, -me da lo mismo. Ni creo en Dios ni en el diablo, señor cura. Sólo le prometo una cosa; adondequiera que vaya me portaré como un hombre honrado; sólo los imbéciles no son honrados. En fin, si alguna vez me dan tentaciones de robar, me acordaré de usted, señor cura, de su sombrero viejo, de su sotana raída que deja ver la urdimbre. Todo esto me impedirá meter la mano en el bolsillo ajeno. Pero no hay que exigirme que crea en Dios ni en el diablo. Si hubiera un Dios, yo no hubiese sido recogido de en medio del arroyo; y si hubiera un diablo, hace tiempo que se hubiese llevado al barón de Saligneux con su maldito castillo. Respecto a robar, no es esa mi idea, señor cura, le prometo no robar jamás.

-Saludo al señor Juan Tozudo y a su idea -exclamó el sacerdote.

Y sacando del bolsillo dos monedas de cinco francos, se las deslizó en la mano. Juan vacilo en guardar aquel dinero. Sin embargo decidióse a tomarlo, diciendo:

-Gracias.

Y dicho esto, se puso en camino. El padre Miraud le siguió algunos instantes con la vista, contemplando cómo se alejaba en medio del polvo del camino, con el garrote de acebuche en la mano, su saco al hombro y su idea en la cabeza.

A la verdad, la idea de Juan Tozudo era aún un poco confusa; no era más que un esbozo, un embrión. Había descubierto que hay dos especies de hombres, los ricos y los pobres, que los primeros están en disposición de dar puntapiés, mientras que los segundos están en actitud de recibirlos. Lo que también sabía a ciencia cierta era que la víspera había recibido un puntapié, y que un día se lo devolvería a quien se lo había dado. Sí, un día Juan Tozudo sería rico, aún más rico que el barón de Saligneux, y se desquitaría y se vería entonces quién era él. ¿Qué iba a ser? Nada sabía de fijo; pero seguramente los que tuvieran buenos ojos, verían muchas cosas. La cuestión estaba en ser rico. ¿Cómo? Había prometido al cura de su aldea no robar, y contaba con enriquecerse trabajando. Había observado que él trabajaba en dos horas lo que otros durante todo un día, y que su trabajo estaba mejor hecho. ¿En qué trabajo se emplearía? Sobre este punto abrigaba también dudas, y esperaba tener un momento de inspiración. Por lo pronto, había oído decir que París era una de las ciudades del mundo donde se labran mayores fortunas, y se le puso entre ceja y ceja ir a París, y se fue a París, preguntando a los pasajeros por el camino, viviendo de cortezas de pan y de agua clara, acostándose al raso, cantando su cancioncilla predilecta, conversando con su idea como con un interlocutor.

 
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de Víctor Cherbuliez

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