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LA GRANJA DE CHOQUARD

PRIMERA PARTE

I

Eran las tres o cuatro de la tarde cuando el doctor Larrazet llegó en su calesa, a un pequeño caserío perteneciente a la comarca de Mailly. El caballo se detuvo solo, delante de la puerta cochera de la granja de Choquard. Bien que el doctor fuera chico y grueso, y tuviera espesas cejas cenicientas que le caían en mechones sobre los ojos, dándole un aire grave, y los dijes de su reloj de repetición cargasen su vasto abdomen con un peso inútil, no dejaba de ser vivo y listo en todos sus movimientos. Saltó ligeramente a tierra y dijo:

-Sultán, seamos prudentes. Estaré de vuelta dentro de un minuto.

Habría podido ahorrarse la recomendación de prudencia a Sultán, un buen animal, buen trotador cuando era preciso y el caso era serio; pero le gustaba descansar. Dejaba a su dueño todo el tiempo necesario para escribir sus recetas. El doctor estaba seguro de encontrarlo en donde lo había, dejado, inmóvil sobre sus patas, la cabeza gacha, moviendo apenas las orejas y no sirviéndose sino de cuando en cuando de la mal provista cola, para espantar las moscas que atentaban contra su reposo.

Sin pensar en defender su cráneo de los ardores de un sol de verano, el señor Larrazet entró al patio, llevando, como de costumbre, el sombrero en la mano y la mano a la espalda. Se dirigió a la vaquería, en donde, con razón, creía encontrar al enfermo para el cual había sido llamado, un hermoso vaquero suizo, rubio, de ojos azules, que desde hacía varias semanas no comía, ni dormía, parecía consumirse. Por inquietante que fuese su estado, ese pobre diablo se obstinaba en trabajar.

En ese, mismo momento, sentado en un taburete de un solo pie, con un balde de fierro entre las rodillas, la cabeza inclinada, la mano en la ubre, se disponía a ordeñar una vaca. En cuanto vió al doctor, se levantó, se descubrió, arrugó entre sus dedos su gorro de algodón, mientras el taburete, atado a la cintura por una correa, le colgaba por detrás y le golpeaba las pantorrillas. El doctor lo interrogó; y respondió lo mejor que pudo, es decir, muy mal. Apenas chapurreaba algunas palabras de francés, que uso valientemente para explicar su mal, así como Sultán se servía de su corta cola para espantarse las moscas. Por suerte, el doctor se las daba de tener buen ojo clínico, y no era necesario explicarle mucho, pues pronto quedaba enterado del enfermo y de su enfermedad.

Al salir de la vaquería, se encontró con una mujercita canosa, campesina o burguesa, según los casos, pero en general más burguesa que campesina, que, habiéndole visto llegar, lo esperaba, atisbándolo, en la cocina. Calzada con zuecos de madera, en la cabeza una cofia encarrujada, cuya irreprochable blancura hacía resaltar lo obscuro de su flaco pescuezo y de su nuca color de pan de centeno, llevaba encima del vestido de percal un gran delantal de tela gris, que, cerca de la cintura, inflaba un gran manojo de llaves que no abandonaba jamás. En el anular de la mano derecha, tan morena como el pescuezo, brillaba un anillo de oro macizo, del cual bien habrían podido sacarse cinco de los corrientes. Siempre alerta, siempre en movimiento, un poco angulosa en los hombros, la barbilla puntiaguda, el genio vivo, el humor adusto, pequeños ojos brillantes como brasas cuya mirada parecía destellar destellar voz seca, agria: que martillaba las palabras, hecha para mandar, tal era la señora Paluel, considerada por todos los cultivadores de los contornos como el modelo de las dueñas de casa impecables, por sus criados y obreros como persona dura con los pobres, por su cocinera Catalina como la mujer más averiguadora y que más detestaba el derroche.

Pero si la señora Paluel detestaba el derroche, comprendía los deberes de la hospitalidad. Su primer cuidado fue proponer al doctor que entrara un momento al comedor para refrescar. El doctor se negó, alegando que había prometido a Sultán no hacerlo esperar. Inmediatamente, a una orden muda de su ama, Catalina, borgoñona gruesa y coloradota, salió de la cocina trayendo una bandeja con una botella de vino, una copa y un plato de mostachones. El señor Larrazet sabía por experiencia que el vino de Burdeos que en la granja de Choquard se bebía en los grandes días, era de excelente calidad. Se resignó a hacer esperar a Sultán, y mientras la señora Paluel destapaba la botella, se sentó a la sombra, en un banco de madera, cerca de unos rosales blancos que trepaban hasta las ventanas del primer piso.

-¿Ese muchacho está seriamente enfermo? -preguntó la señora Paluel.

-Tan seriamente, que no hay nada que hacer con él. Su vaquero suizo no se aclimatará jamás por aquí. Se ha dejado tontamente vencer por la enfermedad, Y, francamente, no le veo remedio. Apresúrese usted a mandarlo a sus montañas.

-¡Qué desgracia! -exclamó la dueña de casa moviendo tristemente la cabeza.

-¡Eh! No tiene usted sino que tomar otro vaquero.

-Muy tranquilamente lo dice usted, doctor. ¿Se figura usted que cualquiera sabe ordeñar una vaca? Es un trabajo, que exige mucha dulzura, mucha paciencia, mucho cuidado y, sobre todo, mucho aseo. ¿Creerá usted que un día sorprendí al otro vaquero echando la leche en una vasija en que había puesto el agua con que había lavado las ubres?

-Es un crimen y una infamia -respondió el doctor, saboreando el vino; -pero, ¿qué puede hacer?... No tome usted las cosas a lo trágico, señora Paluel. Usted tiene la manía de buscarse preocupaciones.

El doctor decía la verdad. La señora Paluel era la más preocupada de las mujeres, aunque tenía mil razones para no serlo. Pero era necesario que siempre estuviera inquieta por alguien o por algo. Daba demasiada importancia a los detalles, las moscas se le convertían en elefantes. Llevando hasta el furor la pasión del orden y del detalle, una mancha de moho, una cacerola que no tenía todo su brillo, una escoba que no estaba en su sitio, un grano de polvo en una mesa, una tela de araña en la lechería, bastaban para ponerla de mal. humor durante la mitad del día. Cuando las cacerolas estaban irreprochables y las escobas en su sitio, y no tenía motivo alguno para molestarse, se los procuraba imaginarios. El criado que todas las tardes llevaba la leche a Brie, de donde era expedida por ferrocarril a París, no salía jamás sin que el ama dejara de anunciarle que iba a detenerse en una taberna y a perder el tren. A menudo, despertaba sobresaltada, a media noche, convencida de que la sirvienta a quien en el día había mandado a la cueva a sacar vino, había dejado la espita abierta y el barril se había vaciado completamente: o que sus quesos no habían sido dados vuelta, o que una vaca iba a enfermarse, o que el ternero que estaba por nacer se presentaría mal. Después de todo lo cual, se encontraba con que la leche había llegado a la estación veinte minutos antes de que saliera el tren, que sus quesos habían sido dados vuelta en el momento oportuno, que el barril no estaba vacío, la vaca estaba sana y el ternero ya mamaba. Pero había tenido el placer de prever cincuenta desastres que no se habían realizado. Los tormentos que le causaba su desgraciada imaginación, se revelaban en toda su persona, en sus gestos, en la impetuosidad de sus movimientos, en la flacura de su garganta, de tendones demasiado salientes, y en la rudeza de su palabra. Bien que apenas tuviera sesenta años, tenía la frente y las mejillas surcadas de arrugas grandes y pequeñas, que daban a su cara cierto parecido con las costas montañosas labradas por la lluvia. Después de todo, es posible que, si no se hubiera preocupado tanto de todo, su propiedad, llamada "El Choquard", no hubiera sido tan bien gobernada ni alcanzado tanta prosperidad.

-Lo lamento, querida señora -siguió el doctor; -pero no siento ninguna simpatía por sus inquietudes. Porque, contándolo todo, ¿cuántas hectáreas de buena tierra tiene usted en cultivo?

-Doscientas sesenta.

-¿Y cuántos arados posee usted?

-Doce.

-¿Cuántos caballos?

-Diez y nueve, todos normandos.

 
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de Víctor Cherbuliez

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