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-¡El, marino! -exclamó. -Eso no tiene sentido común. Todos los Paluel han vivido dedicados a la agricultura. ¿El Choquard no les pertenece desde hace tres generaciones? ¡Irse a correr el mundo en un buque mercante! ¡Qué simpleza! Los Paluel no son gente que se van son gente que se quedan.

La señora Paluel prefería las gentes que se quedan a las que se van. A decir verdad, sólo estimaba a las primeras; las otras le eran infinitamente sospechosas.

-No digo lo contrario -siguió diciendo el doctor. -Pero, aunque uno se llame Paluel, puede tener sus gustos, sus preferencias. Hay hombres que no se complacen sino en las empresas peligrosas; les gusta confiar al azar algo en su vida; no sienten todo el precio de la vida sino cuando están en peligro de perderla, de ser muertos por la bala de un árabe o devorados por un tiburón... Pero no se enoje usted, buena, señora. ¿No le he dicho que Roberto es razonable? Si tiene penas, a nadie le habla de ellas. Creo, sin embargo, que, para retenerlo definitivamente, necesitaría una mujercita buena y bonita a quien amar mucho. Los años pasan, ¿qué espera usted, señora Paluel, para casar a ese buen mozo?

La señora Paluel se puso colorada hasta el blanco de los ojos y se mordió los labios hasta sacarse sangre. Ese era el gran problema que de noche le quitaba el sueño, y que siempre tenía en la cabeza, sin saber cómo resolverlo. ¿Si su hijo se quedaba soltero, se había preguntado una y mil veces, a quién le correspondería la herencia? Los tronos y los imperios requieren herederos; ¡y qué imperio la granja del Choquard! Sí, era necesario un heredero; y muchas veces había visto en sueños ese niño que anhelaba, para el cual sería la más cariñosa de las abuelas. Pero para tener ese nieto, era preciso resignarse a tener una nuera; y si de antemano adoraba al nene, de antemano también detestaba a la nuera, rubia o morena, gorda o flaca, chica o grande. ¡Recibir en su casa a una extraña, que se mezclaría en sus cosas, daría órdenes, tendría ideas y voluntad propias, mandaría como en lo suyo en la huerta y el corral, en la cocina y en la lechería! Habría rozamientos, conflictos, dolorosas divisiones del poder. Decidida- mente, la nuera le daba horror. Pero, ¿iba a renunciar al nieto? ¿Por qué no caería del cielo, ya hecho, blanco y rosado, gordito, risueño? El niño y la nuera, la nuera y el niño, ¡qué problema! ¡Qué embarazo! ¿Qué escoger? ¿Qué resolver?

Era la más grande de sus preocupaciones; pero no se la comunicó al señor Larrazet. Había cosas que no se las decía a nadie, que apenas se atrevía a decírselas a sí misma.

En ese instante, vio a un mozo que acababa de dejar un balde en medio del patio y, las manos en las caderas, miraba al cochero ocupado en reparar un arnés. Dio algunos pasos hacia él, haciendo sonar sus chanclos en el piso, y le gritó con su más aguda voz :

-¡Pedazo de ocioso! ¿Has plantado el balde para que crezca? No me gusta la gente que pierde el tiempo ni las cosas que no están en su sitio.

El doctor se levantó como movido por un resorte, temeroso de que la señora Paluel le comprendiese en la categoría de las cosas que no están en su sitio.

-A propósito -dijo, cómo está mi enfermita del año pasado? ¿La viruela le ha dejado señales?

-Parece que no -contestó la señora. -Y aunque así fuera, ¿en dónde estaría el mal? No es coqueta, a Dios gracias, y sabe bien que, de cara, no tendría mucho que perder.

-No es tan fea como todo eso... Y, señora Paluel, permítame que le diga que al recoger en su casa a la pobre Marieta Sorris, ha hecho usted a la vez una buena obra y un buen negocio.

-Una buena obra, seguramente. Después, confieso que esa señorita no ha resultado mala; pero hemos jugado una partida gruesa. ¡Recoger en su casa la hija de un vagabundo, de un borracho! Roberto lo quiso...

Maríeta Sorris era hija de un buhonero de los alrededores, que durante diez años había vendido su mercadería de aldea en aldea, de granja en granja; triste oficio en tiempo de ferrocarriles y de grandes bazares que mandan todo a domicilio. La chica había pasado varios años con las monjas, de quienes había sido a la vez alumna, obrera y criada. Cuando, a fuerza de caminar y de beber, el padre empezó a fatigarse, la tomó para que le acompañase en sus jiras y le ayudase a llevar las cajas que contenían los encajes, los carretes de hilo, los botones y cuellos, las agujas, algunas alhajas falsas que bien habría querido hacer pasar por verdaderas. Intentó iniciarla en el arte de hacer pagar caro; pero la muchacha tenía pudores desastrosos que echaban a perder el negocio y provocaban las reprensiones de ese amo exigente y un poco brutal. Una tarde, en el patio de la granja, fue atacado de delirium tremens. Pocos días después murió, y, gracias a Roberto, Marieta pasó a ser uno de los más preciosos instrumentos de la señora Paluel.

-Esa muchacha me preocupa -dijo ésta. Su padre...

-El peligro no es tan grande como piensa usted -observó el doctor -Creo, como usted, en el poder de la herencia; pero creo también que es corregida por la acción no menos fatal de la reflexión, y los niños son animales reflexivos. Rara vez heredan los vicios por cuya causa han sufrido. ¿Está aquí esa joven? Me gustaría verla antes de irme.

-Sólo depende de usted, señor Larrazet. Está batiendo manteca.

Cuando, precedido de la señora Paluel, el doctor entró en la lechería, una lechería modelo, una joven de veinte años, arremangados los brazos, se ocupaba en batir la manteca con una cuchara de. madera, bien impregnada de agua, para que el suero se escurriese.

El doctor se acercó a ella, le acarició la barbilla, la condujo cerca de una ventana, y se convenció de que salvo dos o tres pequeños hoyitos en la raíz de la nariz, la viruela no había dejado huellas en su rostro.

Frente baja, partida en partes iguales por crenchas de cabellos de color castaño claro, mejillas redondas, manos pequeñas un poco enrojecidas al extremo de dos brazos blancos, mucha frescura, una naricilla que parecía pico de gorrión: tal era Marieta Sorris, que, en verdad, no era ni fea ni bonita. Cuando se miraban de cerca sus ojos obscuros y su sonrisa, en que se revelaba la tranquilidad de un alma que no tenía gran cosa que reprocharse, parecía más que bonita; pero, para eso, era necesario ser un poco conocedor, y mirar muy de cerca.

-He aquí una cara que hace honor a mis conocimientos -dijo el doctor. -Ni una señal.

Cuando se quiera, puede mandarse a esta niña a la feria de los maridos.

-Le ruego, doctor -repuso la señora Paluel frunciendo las cejas, -que no le meta en la cabeza ideas que no le convienen. ¿Quién se casaría con ella?

-¡Cómo! Marieta -replicó el señor Larrazet, -¿todavía no tenemos novio?

La joven volvió a batir la manteca, y por toda contestación sacudió la cabeza ruborizándose.

-Bueno; yo declaro que el que se case con ella hará un buen negocio. Tendrá una mujercita, muy honrada, trabajadora, que no se queja nunca de nada, paciente cuando se enferma, llena de buen sentido, y, que, según se dice, no miente nunca.

-Me la va usted a echar a perder con sus alabanzas- interrumpió la señora Paluel con creciente impaciencia. -¿Cree usted que no tiene defectos? Tiene muchos.

-¿Cuáles?

-Es horriblemente glotona.

-¿Es cierto, Marieta?

La joven contestó inclinando la cabeza.

-La señora me reprocha que me gusten mucho las tortas.

-¡Vaya por las tortas! Sostengo que quien ha visto a Marieta, ha visto la prudencia y la felicidad.

-¡Bueno fuera que no! -exclamó la señora Paluel. -Aquí la hemos recogido y le damos todo.

La joven sonrió y miró al doctor como diciendo:

-Esa es una canción que Marieta Sorris ha oído muchas veces; pero es buena y todas las músicas le gustan.

-Y ha sabido adaptarse al medio -siguió el doctor. -¡Bah! No te asustes, Marieta; eso quiere decir que tu manteca es excelente y que siempre estás de buen humor.

Y diciendo esto, el doctor pellizcó en las mejillas a la joven; después miró el reloj.

-¡Cómo pasa el tiempo en su casa, señora Paluel! Me voy.

-¿A dónde va usted ahora, doctor? -le preguntó la señora, mientras le acompañaba a la salida.

-A casa; pero, de pasada, me detendré en casa del venerable Ricardo Guepie, que ha ido a buscarme dos veces sin encontrarme. Quizá, tenga algo que decirme.

-O más bien algo que pedirle; porque esas gentes son muy pedigüeñas... ¡Ah! ¿Esos Guepie!

La anciana pronunció este nombre con un acento que revelaba profundidades, abismos de menosprecio. Evidentemente, los Guepie representaban por excelencia la raza que aborrecía, la raza de los hombres que se dedican a comprar nubes y vender viento.

Camino de su casa, el señor Larrazet, se puso a pensar en el vaquero suizo, en Roberto Paluel, en Marieta Sorris, lo que le llevó a recordar su propio pasado. Como todos, había tenido en su juventud ambiciones que la vida no había realizado. Había jurado formarse un nombre en la ciencia y no lo había conseguido, debiendo resignarse a ser médico de provincia, de pueblo, de campo. Se había casado con una viuda bastante fea, pero de carácter dulce y que poseía alguna fortuna.. Y las horas sucedieron a las horas. Era filósofo, y a su filosofía agregaba una multitud de pequeñas curiosidades, aficionado como era a entrar en los detalles menudos de la vida de su prójimo, lo que es un gran recurso contra el fastidio. Pero; con los años, le entraron escrúpulos; volvió a leer, a trabajar; empleó sus economías en rehacerse una biblioteca y en construirse un laboratorio; hacía experimentos sobre los venenos vegetales; soñaba con escribir un tratado de toxicología de que se hablase en la Academia de Medicina. Por eso, había abandonado una parte de su clientela a algunos colegas. Fuera de sus viejas relaciones, a las cuales había quedado fiel, escogía sus clientes, se reservaba los casos interesantes, y, calzado de pantuflas bordadas por su mujer, pasaba tardes enteras entre sus alambiques y probetas. Una holgura honesta, una casa confortable, buena comida y de cuando en cuando algo especial, conocido y respetado de todo el mundo, algunos amigos y ningún enemigo, mucho escepticismo templado por mucha benevolencia, un poco de charla, un poco de comadrería, un poco de ciencias, puercos y conejos de Italia que envenenar, un gran libro que se piensa escribir; que debe aparecer el año próximo y que, no aparecerá nunca... eso basta para la felicidad de un hombre.

Con todo, el doctor Larrazet se decía de vez en cuando :

-Es demasiado tarde para volver a empezar; nunca seré nada. Sin embargo, ¡si hubiera querido!

 
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La granja de Choquard (tomo I) de Víctor Cherbuliez   La granja de Choquard (tomo I)
de Víctor Cherbuliez

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