https://www.elaleph.com Vista previa del libro "La granja de Choquard (tomo I)" de Víctor Cherbuliez (página 2) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Jueves 01 de mayo de 2025
  Home   Biblioteca   Editorial      
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  (2)  3 
 

-¿Cuántas vacas?

-Treinta y tres, flamencas y bretonas, y treinta terneros.

-Agreguemos cuatrocientos corderos.

-Cuatrocientos cincuenta.

-Razón de más... Le digo, señora Paluel, que cuando se posee todo eso, sin contar los bueyes de trabajo, debe dejarse las penas a los pobres diablos que no tienen sino un par de ojos para llorar.

Y el doctor abarcó con la mirada el patio pavimentado que se extendía delante de él, y que antes había sido el claustro de una abadía, convertida en granja por la Revolución de 1789.

Todavía lo dejaba ver una vieja capilla, convertida en granero, que conservaba sus ventanas ojivales, el campanario y la cruz, coronada por un gran pájaro que no era un gallo. Desde el banco en que estaba sentado, el doctor veía al frente una gruesa torre, redonda, convertida en palomar, que tenía delante la armazón de fierro de un pozo.

Después de la capilla, seguían las cocheras; y a mano derecha los establos y la lechería.

El patio, por un pasadizo abovedado, se comunicaba con otro, en que, bajo grandes galpones, se veían largas filas de carros. Al lado opuesto, una huerta inmensa, cercada por un muro, por encima del cual se veían las copas de los perales cargados de frutas. Una segunda huerta estaba destinada a los pavos y a los conejos, que vivían allí en libertad.

Dos enormes carros, uno de avena, otro de pasto, acababan de entrar al patio, haciendo rechinar sus ejes. La avena tenía el color de la miel; el pasto embalsamaba el aire, y a su perfume se mezclaba un olor de vaca, de crema, de carne asada, de pan caliente, de frutas maduras, de vino generoso y de nutritiva abundancia. Los caballos, alegres, se agitaban entre las varas y querían morderse, y los carreteros jugaban. Seis gatos y tres perros, acostumbrados a esos espectáculos, dormían tranquilamente, tendidos al sol. Varias gallinas picoteaban el suelo, y otras, buscando el fresco, se habían amontonado a la sombra de un carro desenganchado. A su cloqueo, se unía el lejano balido de los corderos, cautivos y solitarios, que, sus madres habían abandonado para acompañar al campo el rebaño.

-Digo y repito -exclamó el doctor- que hay muchos reinos que valen menos que éste, cuya reina madre es usted.

Hacía mucho tiempo que el señor Larrazet llamaba a la señora Paluel la reina madre del Choquard, y en ese sobrenombre nada había que pudiera ofenderla. Le reprochaba con justicia que se creara preocupaciones; pero era falso el reproche de que no sintiera su felicidad. La señora Paluel la comprendía bien; sabía lo que vale la gloria de ser una de las reinas de los grandes cultivos en esa rica región; no hubiera cambiado su suerte por la de la emperatriz de las Indias. Hasta sus preocupaciones formaban parte de su orgullosa felicidad. Compadecía de todo corazón a las gentes que no tienen nada por qué inquietarse, a las mujeres que no tienen una gran casa que gobernar, siete u ocho criados que alimentar, cincuenta obreros que reprender, una lechería que dirigir.

Se irguió, hinchando las ventanillas de la nariz, y dejó vagar en torno suyo su mirada brillante y altanera. Era una Isabel de Inglaterra, una Catalina de Rusia, en chanclos de madera. Pensaba, sin decirlo, que, gracias al orden que hacía reinar en su casa, gracias a la atención con que impedía todo derroche, gracias al arte que tenía de proveerse en tiempo oportuno y de sacar partido de todo, se le debían en buena parte los buenos negocios que se hacían y los escudos que todos los años se ponían en el Banco. Se rendía a sí misma el homenaje de reconocer que sacaba de la mantequilla y de las aves una suma casi igual al alquiler de la granja, y se vanagloriaba de que, si la lechería daba, un año con otro, de quince a veinte mil francos, se debía a ciertas tortas de semilla de lino y de colza que sólo ella sabía preparar.

Plegaba sus labios una semisonrisa que era la expresión suprema de su felicidad. Era muy raro que sonriera completamente, y nadie recordaba haberla visto reír nunca.

-¡Ah! señor Larrazet -dijo, llenándole de nuevo la copa, -por más que usted diga, todo eso da mucho trabajo. No es oficio cómodo el nuestro. Es preciso hacer tantos adelantos a la tierra, que es una ruina. Y después, se depende de demasiadas cosas y de demasiadas personas: del sol, de la lluvia, del granizo y de un montón de imbéciles que no saben nada y estorban para el trabajo. ¡Ah! ¡el trabajador, señor Larrazet, es una miseria, es una cruz! El gran cultivo está muy enfermo. Sabe Dios si el año próximo podremos cosechar y guardar el trigo.

Luego, alzando la voz, para hacerse oir de todos los pares de orejas, visibles e invisibles, que podían haber por allí, de modo que el patio entero, caballos, gallinas, perros y gatos, aprovecharan la lección:

-¡Que Dios tenga piedad de nosotros -continuó. -Mucho lo necesitamos, porque ya no se puede contar con nada. Criados y trabajadores, todos son iguales. Tienen pretensiones grandes como camellos y fuerza de conejos. Por más que se busque, no se encuentran sino brazos flojos y cerebros al revés. No se hace bien sino lo que se arua, y ahora la juventud sólo ama el placer. Quieren ganar la vida sin trabajar, o irse a las ciudades, para hacer lo que quieran y vivir de lance. Su negocio es comprar nubes y vender viento. Y hasta los extranjeros empiezan a pedir salarios disparatados. Agregue usted que, al primer capricho, se mandan mudar y le dejan a una plantada. Ayer se me fueron doce sin avisar, ¡y Dios sabe si el trabajo apura!... En verdad, yo me pregunto a dónde vamos, qué va a ser del mundo.

-¿Qué quiere usted? -respondió el doctor. -Vivimos en un siglo que ama el movimiento y las novedades. Antes, cada cual deseaba pasar su vida en la casa en que había nacido; ésa es una felicidad que ya no apreciamos, que huele un poco a moho. La tierra circula de mano en mano y el hombre circula como la tierra. Además, hay los ferrocarriles, que convidan a viajar. El hombre se mueve, se transplanta, según le empuja el viento o la esperanza. Los unos se encuentran bien; otros se muerden los dedos. Su vaquero suizo hubiera hecho bien en no dejar sus montañas. De diez hombres que se transplantan, hay, por lo menos, ocho que vegetan. Se echa de menos el campanario de la aldea; pero el amor propio se mete, vienen los caprichos, y se producen los hombres sin función fija, que son siempre desgraciados. La felicidad está en adaptarse a su medio, lo que exige cierta ductilidad natural, o una educación muy inteligente. Sí, señora Paluel, la adaptación al medio, ése es el secreto de la felicidad... Pero no se adapta quien quiere. No sólo el vaquero suizo se encuentra fuera de su centro en la granja del Choquard. Verdad es que aquel a quien me refiero es un caso diferente: no echa de menos su aldea; le han llamado, ha venido, y eso le fastidia.

-¿De quién habla usted? -preguntó la anciana, con tono vivo, casi irritado.

El doctor se divertía en hacerla rabiar y continuó:

-Hablo, señora Paluel, de un hermoso muchacho que pasa aquí por tener el genio altivo y un poco brusco, de un hermoso muchacho que dio usted a luz hace treinta años. Me acuerdo, fue el primer parto que asistí cuando llegué a esta comarca.

-¿Y lo pien sa usted así, señor Larrazet? ¿A quién podrá usted hacer creer que Roberto se fastidia aquí?

-No digo que s e fastidie; no tiene tiempo.

-¿A quién le hará usted creer, señor Larrazet, que ha vuelto contra su voluntad?

-¡Ah! ésa es otra cuestión -replicó el doctor, sacudiendo su pañuelo para alejar una avispa que se obstinaba en zumbar en torno de su desnuda cabeza, con la loca idea de que su reluciente cráneo había sido creado para ella y podía servirle de algo. -Esa es otra cuestión. ¿Necesito contarle esa historia, para demostrarle que la sé? Héla aquí, punto por punto... Roberto tenía un padre, que salía por la mañana, que era muy vivo, y él lo era tanto como su padre. Le había enseñado a manejar el arado, el látigo del carretero, la hoz del segador, las tijeras del esquilador y a predicar con el ejemplo a todo el mundo. Pero no estaban hechos de la misma pasta el padre y el hijo. Aquél decía, con cualquier motivo, "Es la costumbre; es preciso seguirla"; y el hijo respondía con altivez: "El progreso es una linda cosa; y es menester marchar con el siglo." Y soñaba con labrar los campos con máquinas a vapor. Concluyeron por no entenderse; se pelearon; cambiaron palabras duras, y un buen día el hijo saltó de la casa para enrolarse en el ejército. Peleó contra los árabes, contra los prusianos; pero sus inclinaciones eran ser marino. Salió del ejército y se embarcó, como marinero, en un buque que iba para las Antillas. Durante la travesía, adquirió tan pronto la experiencia de las cosas del mar, se hizo tan útil y agradable al capitán, que éste le tomó cariño y le prometió que un día lo tendría como segundo a bordo. Roberto creyó haber encontrado su porvenir; pero un día, al desembarcar en el Havre, encontró una carta en que su madre le anunciaba que su padre había muerto hacía dos meses, de resultas de una caída, y le llamaba a su lado, pues tenía necesidad de él para que no marchara a la ruina la granja del Choquard. Gran conflicto, gran combate. De un lado, el Océano, el deseo, la esperanza, la profesión que se ama, la vocación imperiosa; del otro, una madre que ruega y suplica, que manda y llama. Cuando se tiene corazón y después de haber dado penas a su padre, se sabe que ha muerto sin haber podido abrazarlo, uno se cree, obligado a adorar a su madre, a no negarle nada. Se cree que hay una deuda que pagar y se la paga con usura. Esas consideraciones vencieron a Roberto, que volvió con la muerte en el alma. Y he aquí a un marino devuelto a sus bueyes, un futuro capitán de buque mercante, condenado al papel de agricultor a pesar suyo. Pero es razonable, ha tomado su partido, y me parece que, desde hace seis años que volvió, dirige bastante bien la granja.

La señora Paluel no escuchó ese relato sino con un oído, dando señales de impaciencia, haciendo chocar de cuando en cuando sus chanclos de madera uno con otro.

 
Páginas 1  (2)  3 
 
 
Consiga La granja de Choquard (tomo I) de Víctor Cherbuliez en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
La granja de Choquard (tomo I) de Víctor Cherbuliez   La granja de Choquard (tomo I)
de Víctor Cherbuliez

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2025 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com