Aquí en tu manecita están las cosas que yo te fui
a comprar en la mañana. El cucurucho de dulces, para cuándo te
alivies; el aro con que has de corretear en el jardín; la pelota de
colores para que juegues en el patio. ¡Todo lo que me has pedido!
Bebé, el pobre Bebé, preso en su cuna,
soñaba con el aire libre, con la luz del sol, con la tierra del campo y
con las flores entreabiertas. Por eso pedía no más esos
juguetes.
-Si te alivias, te compraré una carretela y dos borregos
blancos para que la arrastren... ¡Pero alíviate, mi ángel,
vida mía! ¿Quieres mejor un velocípedo?
¿Sí...? Pero ¿si te caes? Dame tus manos. ¿Por
qué están frías? ¿Te duele mucho la cabeza? Mira,
aquí está la gran casa de campo que me habías pedido. Los
ojos del enfermizo se iluminan. Se incorpora un poco, y abraza la gran caja de
madera que le ha traído su papá. Vuelve la vista a la mesilla y
mira con tristeza el cucurucho de los dulces.
-Mamá, mama, yo quiero un dulce.
Clara, que está llorando a los pies de la cama, consulta
con los ojos al doctor; éste consiente, y Pablo, descolgando el
cucurucho, desata los listones y lo ofrece al niño. Bebé toma con
sus deditos amarillos una almendra, y dice:
-Papá, abre tu boca.
Pablo, el hombre, el fuerte, siente que ya no puede más;
besa los dedos que ponen esa almendra entre sus labios, y llora, llora
mucho.