Bebé tiene cuatro años. Cuando corre, parece que
se va a caer. Cuando habla, las palabras se empujan y se atropellan en sus
labios. Era muy sano: Bebé no tenía nada. Pablo y Clara se miraban
en él y se contaban por la noche sus travesuras y sus gracias, sin
cansarse jamás. Pero una tarde Bebé no quiso corretear por el
jardín; sintió frío; un dolor agudo se clavó en sus
sienes y le pidió a su mamá que lo acostara. Bebé se
acostó esa tarde y todavía no se levanta. Ahí están,
a los pies de la cama, y esperándole, los botoncitos que todavía
conservan en la planta la arena humedecida del jardín.
El doctor ha acabado de escribir, pero no se va. Pues
qué, ¿le ve tan malo? El lacayo corre a la botica.
-¡Doctor, doctor, mi niño va a morirse!
El medico contesta en voz muy baja:
-Cálmese usted, que no despierte el niño.
En ese instante llega Pablo. Hace quince minutos que
salió de esa alcoba y le parece un siglo. Ha venido corriendo como un
loco. Al torcer la esquina no quiso levantar los ojos, por no ver si el
balcón estaba abierto. Llega, mira la cara del doctor y las manos
enclavijadas de la madre; pero se tranquiliza; el ángel rubio duerme
aún en su cuna -¡no se ha ido! Un minuto después, el
niño cambia de postura, abre los ojos poco a poco, y dice con una voz que
apenas suena: