¡Lo escucho y no puedo defenderlo: veo que lo
están matando y lo consiento!
El niño duerme y el doctor escribe, escribe.
-Dios mío, Dios mío, no quieras que se muera;
mándame otra pena, otro suplicio: lo merezco. Pero no me lo arranques,
no, no te lo lleves. ¿Qué te ha hecho?
Y Clara ahoga sus sollozos, muerde su pañuelo, quiere
besarlo y abrazarlo (¡acaso esas caricias sean las últimas!), pero
el pobre enfermizo está dormido y su mamá no quiere que
despierte.
Clara lo ve, lo ve constantemente con sus grandes ojos negros y
serenos, como si temiera que, al dejar de mirarlo, se volara al cielo.
¡Cuántos estragos ha hecho en él la enfermedad! Sus bracitos
rechonchos hoy están flacos, muy flacos. Ya no se ríen en sus
codos aquellos dos hoyuelos tan graciosos, que besaron y acariciaron tantas
veces. Sus ojos (negros como los de su mamá) están agrandados por
las ojeras, por esas pálidas violetas de la muerte. Sus cabellos rubios
le forman como la aureola de un santito.
-¡Dios mío, Dios mío, no quiero que se
muera!