-¡Ah! ¡Si yo supiera!
La calma insoportable del doctor la irrita. ¿Por
qué no lo salva? ¿Por qué no le devuelve la salud?
¿Por qué no le consagra todas sus vigilias, todos sus afanes,
todos sus estudios? ¿Qué, no puede? Pues entonces de nada sirve la
medicina: es un engaño, es un embuste, es una infamia. ¿Qué
han hecho tantos hombres, tantos sabios si no saben ahorrar este dolor al
corazón, si no pueden salvar la vida a un niño, a un ser que no ha
hecho mal a nadie, que no ofende a ninguno, que es la sonrisa, y es la luz, y es
el perfume de la casa?
Y el doctor escribe, escribe. ¿Qué medicina le
mandará? ¿Volverá a martirizar su carne blanca con esos
instrumentos espantosos?
-No, ya no -dice la madre-, ya no quiero. El hijo de mi alma
tuerce sus bracitos, se disloca entre esas manos duras que lo aprietan, vuelve
los ojos en blanco, llora, llora mucho, ruega, grita, hasta que ya no puede,
hasta que la fuerza irresistible del dolor le vence, y se queda en su cuna,
quieto, sin sentido y quejándose aún, en voz muy baja, de esos
cuchillos, de esas tenazas, de esos garfios que lo martirizan, de esos doctores
sin corazón que tasajean su cuerpo, y de su madre, de su pobre madre que
lo deja solo. No, ya no quiero, ya no quiero esos suplicios. Me atan a mí
también; pero me dejan libres los oídos para que pueda oír
sus lágrimas, sus quejas.