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Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no le dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.

La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piort Mijáilich, le miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.

Así pasaron seis días. El séptimo -un domingo, después de la comida- un hombre a caballo trajo una carta. La dirección - «A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina» - estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...

«Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.

Aquélla estaba en la cama, pero vestida. Al ver al hijo, se incorporó impulsivamente y, arreglándose los cabellos grises que se le habían salido de la cofia, preguntó con frase rápida:

-¿Qué hay? ¿Qué hay?

-Ha mandado... -dijo el hijo, entregándole la carta.

El nombre de Zina y hasta el pronombre «ella» no se pronunciaban en la casa. De Zina se hablaba de manera impersonal: «ha mandado», «se ha ido»... La madre reconoció la escritura de la hija, y su cara, desencajada, se hizo desagradable. Los cabellos grises se escaparon de nuevo de la cofia.

-¡No! -dijo, apartando las manos como si la carta le hubiese quemado los dedos-. ¡No, no, jamás! ¡Por nada del mundo!

La madre rompió en sollozos histéricos producidos por el dolor y el bochorno; parecía sentir deseos de leer la carta, pero el orgullo se lo impedía. Piotr Mijáilich se daba cuenta de que debía él mismo abrirla y leerla en voz alta, pero de pronto se sintió dominado por una cólera como nunca había conocido. Corrió al patio y gritó al hombre que había traído la misiva:

-¡Di que no habrá contestación! ¡No habrá contestación! ¡Dilo así, animal!

Y a renglón seguido hizo pedazos la carta. Luego las lágrimas afluyeron a sus ojos y, sintiéndose cruel, culpable y desdichado, se fue al campo.

Sólo tenía veintisiete años, pero ya estaba gordo, vestía como los viejos, con trajes muy holgados, y padecía disnea. Poseía ya todas las inclinaciones del terrateniente solterón. No se enamoraba, no pensaba en casarse y únicamente quería a su madre, a su hermana, a la niñera y al jardinero Vasílich. Le gustaba comer bien, dormir la siesta y hablar de política y de materias elevadas... Había terminado en tiempos los estudios en la Universidad, pero ahora miraba esto como si hubiese sido una carga inevitable para los jóvenes de los dieciocho a los veinticinco años. Al menos, las ideas que ahora rondaban cada día por su cabeza no tenían nada de común con la Universidad ni con lo que en ésta había estudiado.

En el campo hacía calor y todo estaba en calma, como anunciando lluvia. El bosque exhalaba un ligero vapor y un olor penetrante a pino y a hojas descompuestas. Piotr Mijáilich se detenía a menudo para limpiarse el sudor de la frente. Revisó sus trigales de otoño y primavera, recorrió el campo de alfalfa y un par de veces, en un claro del bosque, espantó a una perdiz con sus perdigones. Y a todo esto no cesaba de pensar que tan insoportable situación no podía prolongarse eternamente y que deberían ponerle fin de un modo u otro. Como fuera, de un modo estúpido, absurdo, pero había que ponerle fin.

«¿Pero cómo? ¿ Qué hacer?», se preguntaba, mirando al cielo y a los árboles como si implorase su ayuda.

Mas el cielo y los árboles guardaban silencio. Las convicciones honestas no le servían para nada y el sentido común le decía que el lacerante problema sólo podía tener una solución estúpida y que la escena con el hombre que había traído la carta no sería la última de este género. Le daba miedo pensar lo que aún podía ocurrir.

Dio la vuelta hacia casa cuando ya se ponía el sol. Ahora le parecía que el problema no podía tener solución alguna. Era imposible aceptar el hecho consumado, pero tampoco se podía no aceptarlo, y no existía una solución media. Cuando, con el sombrero en la mano y haciéndose aire con el pañuelo, marchaba por el camino y hasta casa le quedaban un par de verstas, a sus espaldas oyó un campanilleo. Se trataba de un conjunto muy agradable de campanillas y cascabeles que producían un tintineo como de cristales. Sólo podía ser Medovski, el jefe de la policía del distrito, antiguo oficial de húsares que había derrochado sus bienes y su salud, un hombre enfermizo, pariente lejano de Piotr Mijáilich. Tenía gran confianza con los Ivashin y sentía por Zina gran admiración y cariño paternal.

-Voy a su casa -dijo al llegar a la altura de Piotr Mijáilich-. Suba, le llevaré.

Sonreía jovialmente; estaba claro que no sabía lo de Zina. Acaso se lo hubiesen dicho y él no lo había creído. Piotr Mijáilich se sintió en una situación violenta.

-Lo celebro -balbuceó, enrojeciendo, hasta el punto que se le saltaron las lágrimas, y no sabiendo qué mentira decir- Me alegro mucho -prosiguió, tratando de sonreír-, pero... Zina se ha ido y mamá está enferma.

-¡Qué lástima! -dijo el jefe de policía, mirando pensativamente a Piotr Mijáílich-. Y yo que pensaba pasar con ustedes la velada... ¿Adónde ha ido Zinaída Mijáilovna?

-A casa de los Sinitski; de allí parece que quería ir al monasterio. No lo sé a ciencia cierta.

El jefe de policía dijo algo más y dio la vuelta. Piotr Mijáilich siguió hacia su casa pensando horrorizado en lo que el jefe de policía sentiría cuando supiese la verdad. Se lo imaginaba, y bajo esta impresión entró en la casa.

«Ayúdame, Señor, ayúdame... », pensaba.

 
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