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-¿Dónde te ha sorprendido la lluvia? -preguntó Vlásich.

-Cerca. Cuando llegaba a la casa.

Piotr Mijáilich se sentó en la cama. Le agradaba que la lluvia hiciese ruido y que la habitación estuviese oscura. Era preferible: así sentía menos miedo y no hacía falta mirar a su interlocutor a la cara. Su cólera había desaparecido; lo que ahora sentía era miedo e irritación consigo mismo. Se daba cuenta de que había empezado mal y de que de esta iniciativa suya no resultaría nada práctico.

Durante cierto tiempo ambos permanecieron silenciosos, haciendo ver que prestaban atención a la lluvia.

-Gracias, Petrusha -empezó Vlásich, carraspeando- Te agradezco mucho que hayas venido. Es una acción generosa y noble. La comprendo y, créeme, la estimo mucho. Puedes creerme.

Miró a la ventana y prosiguió, de pie en el centro de la habitación:

-Todo esto se ha producido en secreto, como si nos ocultásemos de ti. La conciencia de que tú podías sentirte ofendido y estuvieses enfadado con nosotros ha sido durante estos días una mancha en nuestra felicidad. Pero permítenos que nos justifiquemos. Si guardamos el secreto, no fue porque no tuviéramos confianza en ti. En primer lugar, todo se produjo inesperadamente, como por una inspiración, y no había tiempo para entrar en razonamientos. En segundo, se trataba de un asunto íntimo, delicado... Resultaba violento hacer intervenir a una tercera persona, aunque fuese tan allegada como tú. Lo principal de todo es que confiábamos mucho en tu generosidad. Eres un hombre muy generoso y noble. Te estoy infinitamente agradecido. Si en alguna ocasión necesitas mi vida, ven y tómala.

Vlásich hablaba con voz suave y sorda, monótona, como un zumbido; estaba visiblemente agitado. Piotr Mijáilich sintió que le había llegado la vez de hablar y que escuchar y callar habría significado, en efecto, hacerse pasar por un tipo generoso y noble en su inocencia. Y no había acudido con estas intenciones. Se puso rápidamente en pie y dijo a media voz, jadeante:

-Escucha, Grigori: sabes que te quería y que no hubiese podido desear mejor marido para mi hermana. Pero lo que ha ocurrido es horroroso. ¡Da miedo pensarlo!

-¿Por qué? -preguntó Vlásich, con voz temblorosa-. Daría miedo si nosotros hubiésemos procedido mal, pero no es así.

-Escucha, Grigori: sabes que yo no tengo prejuicios. Pero, perdóname la franqueza, a mi modo de ver los dos habéis procedido con egoísmo. Claro que no se lo diré a Zina, esto la afligiría, pero tú debes saberlo; nuestra madre sufre hasta tal punto, que es difícil explicarlo.

-Sí, eso es muy lamentable -suspiró Vlásich -. Nosotros lo habíamos previsto, Petrusha, pero ¿qué podíamos hacer? Si lo que uno hace desagrada a otro, eso no significa que la acción sea mala. Así son las cosas. Cualquier paso serio de uno debe desagradar forzosamente a algún otro. Si tú fueses a combatir por la libertad, esto también haría sufrir a tu madre. ¡Qué le vamos a hacer! Quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por las ideas.

Un relámpago resplandeció vivamente y su brillo pareció cambiar el curso de los pensamientos de Vlásich. Se sentó junto a Piotr Mijáilich y empezó a decir cosas que no venían para nada a cuento.

-Yo, Petrusha, adoro a tu hermana - dijo-. Siempre que iba a tu casa me parecía ir en peregrinación, a elevar mis oraciones a Dios, cuando lo cierto es que mis oraciones se dirigían a Zina. Ahora mi adoración crece por días. ¡Para mí está más alta que si fuese mi esposa! ¡Mucho más! - Vlásich agitó ambos brazos -. Es mi santuario. Desde que vive aquí, entro en mi casa como si fuera un templo. ¡Es una mujer excepcional, extraordinaria, nobilísima!

«¡Vaya, ya ha empezado su canción!», pensó Piotr Mijáilich. Pero la palabra «mujer» no le había agradado.

-¿Por qué no os casáis como es debido? -preguntó-. ¿Cuánto pide tu mujer por concederte el divorcio?

-Setenta y cinco mil.

-Parece mucho. ¿Y si tratas de sacarlo por algo menos?

-No rebajará ni un kópek. ¡Es una mujer terrible, hermano! - dijo Vlásich, con un suspiro-. Antes no te había hablado nunca de ella, pues me desagradaba recordarlo, pero las cosas se han desarrollado así, y te hablaré ahora. Me casé movido por un noble sentimiento pasajero, honradamente. En nuestro regimiento, si quieres saber los detalles, había un jefe de batallón que se enredó con una señorita de dieciocho años; es decir, hablando simplemente, la sedujo, vivió con ella dos meses y la abandonó. Ella quedó en la situación más espantosa. Le daba vergüenza volver a casa de los padres, además de que no le aceptarían, y el amante la había dejado: como para ir a los cuarteles y venderse. Los oficiales estaban indignados. Tampoco ellos eran unos santos pero la infamia era demasiado evidente. Para colmo, en el regimiento nadie podía aguantar a aquel jefe de batallón. Para hacerle ver que era un cerdo, ¿comprendes?, los tenientes y capitanes empezaron a reunir dinero para la desgraciada muchacha. Y entonces, cuando los oficiales de graduación inferior nos habíamos juntado y uno daba cinco rublos y otro diez, a mí se me subió la sangre a la cabeza. La situación me pareció muy apropiada para realizar una auténtica proeza. Acudí a ella y le manifesté con fogosas expresiones mi simpatía. Y cuando iba a verla y, luego, cuando le hablaba, la amaba calurosamente, viendo en ella a una mujer humillada y ofendida. Sí... resultó que al cabo de una semana pedía su mano. Los jefes y compañeros encontraron que este matrimonio era incompatible con la dignidad de un oficial. Esto fue como si echaran aceite al fuego. Yo, ¿comprendes?, escribí una larga carta en la que afirmaba que mi acción debía ser escrita en la historia del regimiento con letras de oro, etc. La mandé al jefe y envié copias de ella a los compañeros. Estaba exaltado, se entiende, y hubo palabras fuertes. Me pidieron que dejara el regimiento. Por ahí tengo guardado el borrador (te lo daré para que lo leas). La carta estaba escrita con mucha emoción. Podrás ver los honestos y sinceros sentimientos que entonces me movían. Solicité la baja y vine aquí con mi mujer. Mi padre había dejado algunas deudas, y carecía de dinero, y ella, desde el primer día, hizo muchas amistades, empezó a presumir y a jugar a las cartas, y tuve que hipotecar la hacienda. Se conducía muy mal, y eres tú, entre todos mis vecinos, el único que no ha sido su amante. Al cabo de dos años, para que me dejase, le di todo cuanto entonces tenía, y se fue a la ciudad. Sí... Y ahora le paso dos mil rublos al año. ¡Es una mujer horrible! Es una mosca que pone su larva en la espalda de la araña de tal modo, que ésta no se la puede sacudir; la larva se agarra a la araña y le chupa la sangre del corazón. Lo mismo hace esta mujer: se ha agarrado a mí y me chupa la sangre. Me odia y me desprecia porque hice la estupidez de casarme con ella. Mi generosidad le parece algo miserable. «Un hombre inteligente», dice, «me abandonó, y me recogió un estúpido.» Piensa que sólo un desgraciado idiota pudo proceder como yo. Y a mí, hermano, esto me produce una amargura intolerable. Entre paréntesis, te diré que el destino me oprime. Me oprime ferozmente.

Piotr Mijáilich escuchaba a Vlásich y se preguntaba, perplejo: «¿Cómo ha podido agradar tanto a Zina? No es joven, tiene ya cuarenta y un años, es flaco, estrecho de pecho, de nariz larga y con alguna cana en la barba. Cuando habla, parece que zumba; su sonrisa es enfermiza y mueve las manos de una manera desagradable. No puede presumir de salud ni de hermosas maneras varoniles, carece de espíritu mundano y alegría, y así, a juzgar por las apariencias, es algo turbio e indefinido. Se viste sin gusto, su casa es triste y no admite la poesía ni la pintura, porque «no responden a las demandas del día»; es decir, porque no las comprende; y no le conmueve la música. Es mal administrador. Su hacienda está en el abandono más completo y la tiene hipotecada; por la segunda hipoteca paga el doce por ciento y, además, ha firmado pagarés por valor de diez mil rublos. Cuando llega el momento de entregar los intereses o de mandar dinero a su mujer, pide a todos prestado con una expresión que parece que se le estuviera quemando la casa, y al mismo tiempo, sin pararse a pensarlo, vende todas sus reservas de leña para el invierno por cinco rublos, y la paja por tres, y luego hace que para encender sus estufas utilicen la cerca del huerto o los viejos marcos del invernadero. Los cerdos estropean su pradera y el ganado de los mujiks se come en el bosque los árboles jóvenes, mientras que los vicios van desapareciendo cada invierno. En el huerto y el jardín están tiradas las colmenas, y allí abandonan los cubos viejos. Carece de facultades para nada, y ni siquiera posee la virtud común y corriente de vivir como la gente vive. En los asuntos prácticos, es ingenuo y débil, se le puede engañar sin dificultad alguna, y por algo los mujiks le tachan de «simple».

»Es liberal y en el distrito lo tienen por rojo, pero esto resulta en él algo aburrido. En su libre pensamiento no hay originalidad y énfasis; se indigna, se irrita y se alegra siempre en el mismo tono, como con desgana, sin producir efecto. Ni siquiera en los momentos de gran exaltación levanta la cabeza, y siempre permanece encorvado. Pero lo más aburrido de todo es que hasta sus ideas buenas y honestas se las ingenia para expresarlas de tal modo, que parecen triviales y atrasadas. Uno piensa que está tratando de algo viejo, que leyó hace mucho, cuando, con palabra lenta, como si dijera algo muy profundo, empieza a hablar de sus minutos lúcidos y honestos, de años mejores, o cuando se entusiasma con la juventud que siempre marchó a la cabeza de la sociedad, o cuando censura a los rusos porque durante treinta años se ponen una misma bata y olvidan adquirir su alma mater. Cuando me quedo a dormir en su casa, pone en la mesilla de noche a Písarev o a Darwin. Y, si le digo que ya los he leído, sale y trae a Dobroliúbov.»

En el distrito calificaban esto de librepensamiento, que muchos miraban como una extravagancia ingenua e inocente; sin embargo, a él le hacía profundamente desgraciado. Era para él la larva de que antes hablaba: se le había agarrado con toda fuerza y le chupaba la sangre del corazón. En el pasado, el extraño matrimonio al gusto de Dostoievski, las largas cartas y las copias escritas con una letra ilegible, pero con un profundo sentimiento; los eternos equívocos, explicaciones y desilusiones; y luego las deudas, la segunda hipoteca, el dinero que pasaba a su mujer, las nuevas deudas que contraía todos los meses... y todo esto sin provecho para nadie, ni para él ni para los demás. Y ahora, lo mismo que antes, no cesa de sentir prisas, quiere realizar una proeza y se mete en asuntos que no le incumben; lo mismo que antes, en cuanto se presenta la ocasión, escribe largas cartas con sus copias, mantiene fatigosas y triviales conversaciones sobre la comunidad campesina o la necesidad de poner en pie las industrias artesanas, o sobre la construcción de una fábrica de quesos: conversaciones muy semejantes unas a otras, hasta el punto que parecen salir no de un cerebro vivo, sino de una máquina. Y, por fin, este escándalo de Zína, que no se sabe cómo terminará.

 
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