Las afueras de Bretteville-sur-Odon no eran muy pintorescas,
posiblemente por su proximidad a la ciudad de Caen, aunque no era un suburbio
sino que tenía su vida propia. Ese miércoles de noviembre ni siquiera habría
feria para los productos regionales o para los que provenían de los alrededores
-Orne y Manche- y además era una hora en la que siempre había poco movimiento de
gente; casi todos estarían, después del desayuno, preparando sus productos para
el viernes, en que festejarían el día del labrador y haciendo presumir que
gozarían de una divertida kermese.
Luego de girar a la derecha y ya entrando por las afueras del
poblado sin encontrar ni siquiera un carro o un ciclista, por la calle abierta,
sólo hallaron tres niñas que corrían tras un aro al que hacían avanzar
empujándolo con mucha maestría por medio de sendas varas flexibles, riendo,
hasta que vieron llegar la columna; se asustaron y casi desaparecieron detrás de
un seto, abandonando el aro, que siguió su recorrido hasta casi quedar bajo las
ruedas de la motocicleta de Wilkendorf quien, haciendo gala de su destreza, hizo
una artística maniobra, levantó el aro con su mano izquierda y lo lanzó por
arriba del seto, hacia el lugar donde presumiblemente las niñas espiaban la
comitiva. Fue muy agradable ver una sola mano, saludar tímidamente, sin saber de
quien era, lo que fue festejado por todo el personal de la custodia con algunos
silbidos, pero no por ello dejaron de estar vigilantes.
-Bravo,
Oberleutnant! Sehr Gut! -exclamó Rundstedt.-
Señor Latour -continuó hablando en un aceptable castellano-, aquella debe ser su casa, ya que con su
descripción, es imposible equivocarse, ¿verdad?
-Correcto
señor, esa es. Hemos llegado. Sugiero que los vehículos que usted desee, queden
a la derecha de ese cobertizo -lo
señaló- y que el personal que determine, pase a
la casa principal, a la izquierda, y haga uso de los sanitarios, si así lo
desearen; aquí se acerca mi encargado, Pierre Dacharry que tomará en cuenta lo
que se pueda necesitar.