-Gracias
-expresó Claude, en un intempestivo
español que sólo a él extrañó.
Todo el personal que había descendido de los vehículos ya
estaba en sus puestos de marcha; el Teniente Primero Karl Heinz Wilkendorf,
segundo motociclista, se acercó con su máquina hasta el Daimler para consultar
sobre el recorrido a efectuar y simplemente recibió la orden de
Hoffmayer:
-¡Sigan al
auto de comando!
Sin saludo protocolar, el joven oficial levantó su mano
derecha, la agitó en círculo y la dejó en alto, como una tácita orden de que el
resto se encolumnara con sus vehículos detrás del suyo, lo que sucedió con
presteza. Entonces, bajó su mano, se alzó sobre los pedalines de la motocicleta,
golpeó significativamente su ametralladora Schmeisser con la palma de la mano y
los integrantes de la comitiva descolgaron sus armas que llevaban a la bandolera
y las mantuvieron aprestadas sobre sus rodillas o bien con el culatín sobre los
asientos y quitaron los seguros. El jefe de la custodia no había estado ajeno a
ninguna actitud y a ninguna palabra intercambiada por sus superiores con el
señor Latour. Alto, distinguido, no más de 21 años, tez bronceada, cabello
castaño claro, ojos celestes muy pálidos pero inquisidores, un caminar de
felino, más que marcial. «Ya hablaré con Latour si se da el caso; vaya si
tenemos cosas en común», -dijo para sí
mismo.
Claude inclinó su cuerpo hacia el asiento delantero y sugirió a
Hoffmayer: