-Buenos
días, señor. Latour -se
presentó- Claude Latour; soy el propietario de
estas tierras. ¿A que debemos este honor? -preguntó con seca
amabilidad.
-Rundstedt,
-respondió el aludido- buen día señor. Solamente descanso la
vista y procuro, de ser posible, un lugar tranquilo para merendar. También
observo qué es lo que vería una fuerza enemiga que nos invadiera por aquí.
Además, qué es lo que veríamos si los esperáramos por este
lugar.
-¿El señor
es...? -comenzó a preguntar Latour, que no
reconocía el particularísimo uniforme que vestía su interlocutor y que se veía
parcialmente, por tener desabotonado el capote, algo no habitual en él, muy
estricto en el vestir, con el que se cubría del frío.
-Mariscal
de Campo, señor Latour. Y el responsable del área -agregó Rundstedt-, pero quiero darle una tranquilidad, ya
que observé su perceptible reacción de temor. No, no vamos a estropear sus
tierras de cultivo. Aquí no construiré nada. Las fortificaciones que se están
levantando solamente tendrán una profundidad de pocos kilómetros. Quede usted
tranquilo, repito, pues salvo que se llegara a combatir en esta región, la
maravillosa porción de suelo francés que pisamos no será afectada como las de la
costa, como Ud. bien habrá visto, con mucho hierro, mucho hormigón -fueron sus explicaciones.
-Veremos,
señor Mariscal, pero ¿va usted a merendar al aire libre, al estilo de los
estudiantes? ¿No quisiera modificar su recorrido solamente dos kilómetros hacia
el norte y probar nuestro Calvados acompañado de queso camembert y pan recién
horneado?