No eran queridos por todos sus vecinos, en verdad y existían,
fundamentalmente, dos motivos que contribuían a ello, lo que estaba en boca de
algunos. El primero: ¿porqué los Bouillon prefirieron esta rama de la familia
como heredera? El segundo: ¿eran o no demasiado amables los nuevos señores y
herederos para con el invasor y ocupante? Para colmos, ¡hasta comerciaban con
ellos! Ganado en pie, lácteos, sidra, maíz, vino de Calvados. Claude Latour
-Torrecita, como le habían apodado en la escuela "Las Heras" de Tunuyán en
Mendoza- gozaba de cada paso que daba por sus tierras, reconociendo metro a
metro el área de sus sembrados, sus manzanares, sus óptimas viñas, cada
arboleda, los prados, sus viejos alambrados y los galpones para hacienda de
cría, mientras se deleitaba en su vuelo de evocación de aquellos viejos tiempos,
añorados, vivamente recordados de Argentina, tanto en la casona de San Rafael
como en las fincas de Tunuyan, al pié de los Andes, donde aprendió tanto como
fabricar una buena sidra o elegir sarmientos y variedades, determinar una buena
cepa o lograr un buen injerto que asegurara tanto el rendimiento de una cosecha
como el logro de selecciones sabrosas, que permitieran excelentes cortes a fin
de realizar luego el cepaje y añejamiento de sus famosos vinos, siempre muy bien
cotizados en el mercado.
Desde su vuelo evocativo volvió como a pisar la tierra
violentamente, alterada la calma por un creciente ruido de motores. Dos
motocicletas, un elegante Daimler-Benz descapotable y un par de
kübelwagen con las capotas desmontadas, llegaron precedidos de sus
ronquidos quebrando el silencio, rompiendo la armonía plácida de sus paraísos,
interior y exterior. El distinguido ocupante del asiento trasero del automóvil,
un modelo quizá más para la ciudad que para caminos de tierra, vistiendo un
anticuado uniforme alemán que podía ver debajo de su viejo capote con las
insignias que indicaban que era alguien de alta graduación, no esperó a que el
sargento que viajaba en el asiento delantero al lado del conductor le abriera la
puerta sino que saltó ágilmente a tierra, casi sin pisar el estribo del
automóvil y dio dos golpes con sus pies sobre las hierbas del costado del
camino, como para desprender la escarcha, que al descender del vehículo, se
había adherido a sus impecables botas negras. Claude no les había oído sino
prácticamente al llegar, puesto que el viento soplaba desde Cherburgo y del mar,
en tanto que esas personas venían desde la confluencia del Orne, con un andar
lento, como el de una inspección. Al echar pie a tierra parte del grupo, se
escuchó quebrarse la escarchilla formada sobre el campo al ser hollada; uno de
los motociclistas que descendió de su vehículo se dirigió con presteza hacia él,
pero antes que pudiera actuar, el casi anciano uniformado se volvió y ordenó en
un alemán que sonó agradable pero firme: