-Es largo de contar. ¿Y qué es de la de usted?
-¡Oh!... déjame tomar respiro. ¿Tienes prisa?
-No mucha.
-Pues echemos un párrafo. La noche está fresca, y no es cosa de
que hagamos tertulia en esta desamparada plazuela. Vámonos al café de Lepanto,
que no está lejos. Te convido.
-Convidaré yo.
-Hola, hola... Parece que hay fondos.
-Así, así... ¿Y usted qué tal?
-¿Yo? Francamente, naturalmente, si te digo que ahora estoy
echando el mejor pelo que se me ha visto, puede que no lo creas.
-Bien, Sr. de Ido. Yo había preguntado varias veces por usted,
y como nadie me daba razón, decía: «¿qué habrá sido de aquel bendito?».
Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmantelado
establecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sin dejar
sombra ni huella de sus pasadas glorias
. Instálanse en una mesa y piden café y copas.
IDO DEL SAGRARIO.- (Con solemnidad, depositando sobre la
mesa sus dos codos como objetos que habrían estorbado en otra parte.) Tan
deseosos estamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta al
relato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo la delantera o
dejar que empieces tú.
ARISTO.- (Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada
en una banqueta próxima a la suya.) Como usted quiera.