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La Francia poseía antiguamente en la América Septentrional, dilatados dominios, que se extendían desde el Labrador hasta la Florida, y desde las costas del Atlántico hasta los lagos más remotos del Alto Canadá.

Cuatro ríos caudalosos, cuyos manantiales están en las mismas montañas, dividen aquellas inmensas regiones: el San Lorenzo, que se pierde hacia oriente, en el golfo a que da su nombre; el río de occidente, que tributa sus aguas a mares ignorados; el Borbón, que se precipita de Mediodía a Norte, en la bahía de Hudson, y él Meschacebé, verdadero nombre del Misisipí, que corre de Norte a Mediodía hasta perderse en el golfo de Méjico.

Riega este río, en una extensión de más de mil leguas, una deliciosa región, denominada por los habitantes de los Estados Unidos el nuevo Edén, y conocida por los franceses con el dulce nombre de Luisiana. Otros mil ríos, tributarios del Meschacebé, el Missuri, el Illinois, el Arkansa, el Ohío, el Wabache y el Tennessee, la benefician con su limo y la fertilizan con sus aguas. Cuando estos ríos corren engrosados por las lluvias del invierno, y las tempestades han derribado bosques enteros, los árboles arrancados se agrupan en los manantiales. A poco tiempo, el légamo los asegura, las lianas los enlazan, y las numerosas plantas que en ellos se arraigan, concluyen por consolidar aquellos despojos, que, arrastrados por las espumosas olas, siguen la corriente del Meschacebé. Este se apodera de ellos, los impele hasta el golfo de Méjico, y encallándolos en los bancos de arena, acrecienta el número de sus bocas. De tiempo en tiempo levanta su voz poderosa al pasar por los montes, y derrama sus desbordadas aguas, Nilo de los desiertos, en derredor de las columnas de los bosques y las pirámides de los sepulcros indios. Empero, como la gracia se muestra siempre unida a la magnificencia en las escenas de la Naturaleza, he aquí que mientras la corriente del centro empuja al mar los ya inertes pinos y encinas, en las dos corrientes laterales se ve subir, a lo largo de las orillas, flotantes islas de pistia y de nenúfar, cuyas rosas amarillas descuellan a manera de pequeños pabellones. Las serpientes verás, las garzas reales azules, los flamencos de color de rosa, y los escarnosos cocodrilos se embarcan, cual osados navegantes, en aquellos bajeles de flores, y la feliz colonia, desplegando al viento sus velas de oro, aborda en tranquilo sueño alguna oculta ensenada del río.

Las orillas del Meschacebé presentan el más sorprendente panorama. En la margen occidental, las sabanas se extienden hasta perderse de vista, y alejándose sucesivamente, parecen desvanecerse en el azul del cielo; en estas praderas sin limites se ve, vagar a su capricho rebaños de tres a cuatro mil búfalos silvestres. Tal vez, un decrépito bisonte, hendiendo las revueltas ondas, va a acostarse en las altas hierbas de, alguna isla del Meschacebé. Al ver su frente adornada de dos medias lunas, y su barba anosa y cubierta de limo, pudiera creérsele el dios del río, que, dirige una mirada altiva a la extensión de sus aguas y a la salvaje riqueza de sus orillas.

Si tal es la perspectiva de la orilla occidental, la de la oriental cambia por completo para formar un admirable contraste con aquélla. Inclinados sobre las límpidas corrientes, agrupados sobre los peñascos y las montañas, o dispersos por los valles, vistosos árboles de todas formas, de todos colores y perfumes, sé confunden, crecen a la par, y se pierden en el aire a desmesurada altura. Las vides silvestres, las begonias y las coloquíntidas se entrelazan al pie de estos árboles, escalan sus ramas, se asen a sus copas y pasan del arce al tulípero, y de éste al arce, formando mil grutas, mil bóvedas y pórticos. Y acontece que pendidas de árbol en árbol, estas lianas atraviesan los diferentes brazos de los ríos, sobre los cuales forman maravillosos puentes de flores. En el seno de estas enramadas levanta la magnolia su cono inmóvil, terminado en anchas rosas blancas, dominando todo el bosque, sin otro rival que la palmera, que mece levemente a sil lado sus frondosos abanicos.

Multitud de animales colocados en aquellos retiros por la mano del Creador, esparcen en ellos el encanto y la vida. Desde la extremidad de las espesas arboledas descúbrense los osos, que ebrios con el zumo de la vid, vacilan sobre las ramas de los olmos; los caribús se bañan en un lago, las ardillas negras se solazan en los espesos ramajes, en tanto que los pájaros-burlones, las palomas de la Virginia, del tamaño de un pajarillo, bajan a los céspedes enrojecidos por las fresas; los papagayos verdes, de cabeza amarilla, los picoverdes encarnados y los cardenales de color de fuego, saltan y giran en la extremidad de los cipreces; los colibríes centellean sobre los jazmines de la Florida, y las serpientes-cazadoras silban sobre los bosques y se columpian en ellos, a semejanza de las lianas.

Mas, si todo es silencio y reposo en las sabanas de la opuesta orilla del río, todo aquí, por el contrario, es movimiento y murmullo: los picotazos de las aves en el tronco de las encinas; el rumor de los animales que marchan, pacen o trituran entre, sus dientes los frutos de los árboles; el murmullo de las aguas; los débiles gemidos, los sordos mugidos y los dulces arrullos, llenan los desiertos de gratas y salvajes armonías. Pero cuando el viento anima aquellas soledades, y estremece los cuerpos que flotan, confundiendo aquellas masas blancas, azules, verdes y de color de rosa; cuando mezcla todos los colores y reúne todos los murimirios, se exhalan tales rumores del fondo de los bosques, y la vista admira tales escenas, que fuera intento vano describirlas a los que no han recorrido aquellos campos primitivos de la Naturaleza.

Después del descubrimiento del Meschacebé por el padre Marquette, y el desgraciado La Sala, los primeros franceses que se establecieron en el Biloxi y la Nueva Orleans, contrajeron alianza con los natchez, nación india, cuyo poder temían aquellas regiones; pero las discordias y la envidia no tardaron en ensangrentar una tierra hospitalaria. Había entre los salvajes un anciano llamado Chactas, que por su edad, sabiduría y conocimiento de las cosas de la vida, era el patriarca y el amor de los desiertos, y que como todos los hombres, había comprado la virtud a expensas del infortunio. No sólo fueron testigos de sus desgracias los bosques del Nuevo Mundo, sino también las costas de la Francia. Preso en las galeras de Marsella, merced a una atroz injusticia, libre, después, y presentado a Luis XIV, había conversado con los grandes hombres de su siglo y asistido a las fiestas de Versalles, a las tragedias de Racine y a las oraciones fúnebres de Bossuet: en una palabra, había contemplado la sociedad en el apogeo de su esplendor.

Restituido después de muchos años a su patria, Chactas disfrutaba de tranquilidad, aunque el Cielo le vendió también muy caro este beneficio, pues había perdido la vista. Una joven le acompañaba por las orillas del Meschacebé, bien así como Antígone guiaba a Edipo por el Citerón, o como Malvina conducía a Orián sobre las cumbres de Morven.

A pesar de las repetidas injusticias que Chactas liabía sufrido por parte de los franceses, amaba a éstos entrañablemente, pues recordaba siempre a Fenelón, cuyo huésped había sido, y deseaba poder dispensar algún favor a los compatriotas de tan virtuoso prelado. Esta ocasión se le presentó en 1725, pues un francés llamado René, impelido por sus pasiones y contratiempos, abordó a la Luisiana, y subiendo el Meschacebé, llegó al país de los natchez, y solicitó ser admitido como guerrero en esta nación.

Habiéndole interrogado Chactas, y viendo que su resolución era irrevocable, adoptóle por hijo y le dio por esposa una india llamada Celuta.

Poco después de, este enlace, los salvajes se prepararon para marchar a la caza del castor.

Chactas, aunque ciego, fue designado por el consejo de los saquems como caudillo de la expedición: tal era el respeto que le tributaban las tribus indias. Empezaron las oraciones y los ayunos; los adivinos interpretaron los sueños; los manitús fueron consultados, ofreciérorise sacrificios de petun, y quemáronse trozos de lengua de danta, examinando si chisporroteaban en las llamas, para explorar la voluntad de los genios, y al fin se emprendió la marcha, no sin haber comido antes el perro sagrado ; René tomó parte en la alegre comitiva. Impelidas por las corrientes, las piraguas subieron el Meschacebé y entraron en el Ohío. Era el otoño, y los magníficos desiertos de Kentucky se dilataban a la atónita vista del joven francés. Cierta noche a la claridad de la luna, mientras los natchez dormían en sus piraguas, y la flota india, levantando sus velas de pieles, huían a impulso de una ligera brisa, René, que habla quedado solo con Chactas, pidió a éste la narración de sus aventuras. El anciano se brindó a su deseo, y sentados ambos en la popa de la piragua, habló en estos términos:

 
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Atala de Francois Auguste de Chateaubriand   Atala
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