Sus ojos permanecían en el suelo, su mano
izquíerda colgaba indolentemente, su mano derecha empuñaba
todavía el revólver. De pronto levantó la cabeza,
volvió el rostro hacia su amigo moribundo y caminó
rápidamente hasta él. Puso una rodilla en tierra, armó su
revólver, apoyó la boca del caño en la frente del hombre,
apartó los ojos, apretó el gatillo. No hubo detonación.
Había usadoel último cartucho en el caballo.
Gimió el agonizante y sus labios se movieron
convulsivamente, dejando correr una espuma rojiza.
El capitán Madwell se puso de pie y sacó su
espada de la vaina. Pasó los dedos de su mano derecha a lo largo del
filo, desde la empuñadura hasta la punta. La mantuvo recta ante
él, como para probar sus nervios. Ningún temblor visible
agitó la hoja; el rayo de luz cenital que reflejaba era firme y certero.
Se inclinó, arrancó con la mano izquierda la camisa del
agonizante, se echó para atrás y colocó la punta de su
espada exactamente sobre el corazón del hombre. Esta vez no desvió
los ojos. Apretando la empuñadura con ambas manos, empujó con todo
su peso, con todos sus músculos. La hoja se hundió en el cuerpo
del hombre, después en la tierra; el capitán Madwell estuvo a
punto de caer sobre la obra que acababa de cumplir. El agonizante alzó
las rodillas; al mismo tiempo, echó su brazo derecho sobre el pecho y se
aferró al acero con tanta fuerza que los nudillos de sus dedos se
blanquearon visiblemente. Como hiciera un esfuerzo violento e inútil para
retirar la espada, ensanchó la herida y la sangre corrió
sinuosamente hasta la ropa en desorden. En aquel momento tres hombres salieron
sin ruido del grupo de arbolitos que habían ocultado su presencia. Dos de
ellos llevaban una camilla: eran enfermeros del hopsital.
El tercero era el mayor Creede
Halcrow.