El capitán Madwell pronunció el nombre de su
amigo. Lo repitió muchas veces sin resultado hasta que la emoción
le impidió hablar. Las lágrimas lo enceguecieron y salpicaron el
pálido rostro que estaba debajo del suyo. Ya no vio más que un
objeto vago y móvil, pero los gemidos se hicieron más
nítidos que nunca, interrumpidos a intervalos más breves por
gritos más agudos. Se volvió, se golpeó la frente con el
puño y se alejó a grandes pasos.
Los cerdos, habiéndolo visto, levantaron sus hocicos
purpúreos, lo miraron un segundo con desconfianza y después,
lanzando un brusco, concertado gruñido, se mandaron a mudar y
desaparecieron. Un caballo, con la pata delantera astillada por un obús,
levantó la cabeza del suelo, relinchando lamentablemente. Madwell se
adelantó, sacó su revólver de la cartuchera e hizo fuego
entre los dos ojos del pobre animal, observando de cerca su agonía.
Contrariamente a lo que esperaba, ésta fue larga y violenta. Por fin el
animal quedó inmóvil. Los músculos crispados del belfo, que
habían descubierto los dientes en un horrible rictus, se aflojaron; el
acusado, nítido perfil adquirió una expresión de paz
profunda de reposo.
Hacia el oeste, bordeando la colina lejana cubierta de escasos
árboles, el fuego del crepúsculo se había consumido. Sobre
los troncos, la luz había palidecido hasta un gris más tierno. En
lo alto, las sombras los cubrían como grandes pájaros posados en
sus copas. Llegaba la noche y había millas y millas de un bosque
hechizado entre el capitán Madwell y su campamento. Sin embargo,
continuaba allí, al lado del animal muerto, como si no tuviera la menor
idea de aquello que lo rodeaba.