El hombre que había padecido esas monstruosas
mutilaciones no era un cadáver. De cuando en cuando movía las
piernas. Gemía cada vez que respiraba. Fijaba en su amigo una mirada
neutra y lanzaba un grito cuando éste lo tocaba. En su gigantesca
agonía, había arado el suelo en torno de él. Sus
puños apretados estaban llenos de hojas, de ramitas y de tierra. Como no
lograba expresarse en un lenguaje articulado, no se podía saber si
tenía conciencia de otra cosa que no fuera su dolor. Su rostro implicaba
una súplica; sus ojos, una plegaria. ¿Qué imploraba?
Era imposible tergiversar esa mirada. El capitán la
había visto a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios aún
tienen la fuerza de pedir la muerte. Conscientemente o no, ese retorcido
fragmento de humanidad, ese arquetipo de la más aguda sensación de
dolor, ese engendro de hombre y de bestia, ese humilde Prometeo sin
heroísmo, suplicaba al mundo entero el absoluto no ser, la dádiva,
la bendición de la obliviscencia. Tanto a la tierra como al cielo, a los
árboles, al hombre, a todo lo que tuviera forma para los sentidos o para
la conciencia, aquel sufrimiento encarnado dirigia su tácito ruego.
¿Qué imploraba? Imploraba lo que acordamos a la
criatura más miserable que no tiene razón suficiente para pedirlo,
pero que solo negamos a los desgraciados de nuestra raza: la liberación
suprema, el rito de la máxima compasión, el golpe de gracia.