De píe, apoyado en un árbol, cerca del lugar
donde una de las cuadrillas de enterradores había establecido su
"vivaque de los muertos", descansaba un hombre con el uniforme de
oficial del ejército federal. Del cuello a los pies, su actitud expresaba
una fatiga agobiadora, pero volvía ansiosamente la cabeza hacia uno y
otro lado; al parecer, su mente no descansaba. Quizá no sabía
qué dirección tomar. De cualquier modo, no iba a quedarse mucho
tiempo en el mismo sitio, porque ya los rayos horizontales del sol poniente se
abrían un camino rojizo a través de los claros del bosque, y los
soldados fatigados abandonaban su tarea del día. Según toda
probabilidad, no pasaría la noche en aquel sitio, solo entre los muertos.
Sobre diez hombres que uno encuentra después de una batalla, nueve nos
preguntan el camino para reunirse con tal o cual fracción del
ejército -como si estuviéramos en condiciones de saberlo-. Sin
duda, aquel oficial se había extraviado. Después de un momento de
reposo seguiría a una de las cuadrillas que se retiraba.
Cuando todos hubieron desaparecido, se internó
directamente en el bosque, avanzando hacia el oeste purpúreo cuya luz
parecía teñirle el rostro de sangre. Ahora andaba a grandes
trancos, con la seguridad de un hombre que se halla en terreno familiar:
había encontrado su camino. No miraba los muertos que iba dejando
atrás, amontonados a derecha e izquierda; no prestaba atención a
los gemidos sordos lanzados de cuando en cuando por algún malherido, en
quien los camilleros no habían reparado aún, y que tendría
que pasar bajo las estrellas una noche penosa con su sed como única
compañía. ¿Qué hubiera podido ofrecerle, en verdad,
puesto que no era médico y no traía agua?