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En camino. - E1 orden de la marcha. - Mimí y Dizzy. - Los compañeros. - Little Georgy. - They are gone! La noche cae. - Los peligros. - "Consuelo". - El dormitorio común. - El cuadro. - Viena y París. - El grillo. - La alpargata. - El gallo de mi vecino. - La noche de Consuelo. - La mañana. - La Naturaleza. - La temperatura. - El guarapo. - El valle de Guaduas. - El café. - Los indios portadores. - El eterno piano. - El porquero. - Las Indias viejas. - La chicha.



Pasaron las primeras horas de la. mañana y las segundas y las terceras, sin que las mulas apareciesen. Por fin, después de momentos en que no brilló la paciencia cristiana, vimos aparecer nuestras bestias, que, bien pronto ensilladas, nos permitieron emprender viaje. Partimos todos juntos. Rompían la marcha las dos hijitas del ministro inglés. Mimí, de seis años, y Dizzy, de cinco, dos de aquellas criaturas ideales que justifican el nombre de "Nido de cisnes", que el poeta dio a la isla británica. Nada más delicioso que esas caritas blancas, puras, sonrosadas, con sus ojitos azules, profundos como el cielo y limpios como él, los cabellos rubios cayendo en ondas a los lados, la boca graciosa e inmaculada, mostrando los dientecitos sonrientes. Nada más suave, nada más dulce. Jamás una queja, siempre alegres y obedientes a bordo; cada vez que posaba mis labios sobre una de esas frentecitas delicadas se me serenaba el alma al resplandor del recuerdo de mis niños queridos, que habían quedado en la patria, lejos, bien, lejos de mi cuerpo; cerca, bien cerca de mi corazón...


Mimí y Dizzy, con sus grandes sombreros de paja y sus trajecitos de percal rosado, sentaditas en un sillón armado en parihuela y conducido a hombros por cuatro indios, parecían dos ángeles en el fondo de un altar. Habían tomado la delantera al paso vigoroso de los portadores y muy pronto las perdimos de vista. Venía en seguida la señora del ministro, joven, elegante, y respirando aún la atmósfera aristocrática de los salones de Viena, última de las residencias diplomáticas de su marido. Pocas mujeres he visto en mi vida más valerosas y serenas; jamas una queja, y en aquellos momentos que hacen perder la calma al hombre de temperamento más tranquilo, una leve sonrisa siempre o una palabra de aliento. Recuerdo que en momentos de llegar a Consuelo, en las circunstancias que dentro de poco diré, hablábamos de Viena y ella me contaba algunas anécdotas características de la Princesa de Metternich... Luego, seguía la marcha el ministro inglés, plácido, tranquilo, culto y resignado, llevando a little Georgy en los brazos. Porque little Georgy se había resistido con una tenacidad británica, increíble en sus años de edad, a aceptar todos los medios racionales de transporte que se le habían indicado, tales como en los brazos de un indio a pie, una canasta sobre una mula, a la que haría contrapeso una piedra del otro costado, un catre llevado a hombros y sobre el cual lo acompañaría su bonne, los brazos del maître d'hôtel... nada, little Georgy quería ir con su padre, y con su padre fué casi todo el camino, sin que éste, bueno, bondadoso, tuviera una palabra agria contra el niño. Sólo un momento little Georgy consintió en ir conmigo, seducido por mi poncho mendocino, que me fué necesario apenas llegamos a las alturas.


Luego, el servicio; el maître d'hôtel inglés, tan rígido sobre su mula como cuando más tarde murmuraba a mi oído: "Margaux, 1868", el chef francés, riendo y dándose cada golpe que las piedras se estremecían de compasión, y, por fin, las dos pobres muchachas ingle-sas que jamás habían montado a caballo y que miraban el porvenir con horror.


Habríamos andado una hora, charlando amigablemente, en medio de las dificultades de un camino espantoso, descendiendo casi a pico por gradas imposibles en la montaña, donde las mulas hacían prodigios de estabilidad, cuando comprendí que a aquel paso, no sólo no llegaríamos a Consuelo, sino que jamás a Bogotá. Mis compañeros personales personales habían tomado la delantera ya; veía yo a mi colega con el cónsul inglés de Holanda, tranquilo sobre su suerte, me despedí, piqué mula y emprendí solo y rápidamente la marcha hacia adelante.


Después de media hora de camino, al doblar un recodo de la senda, veo el palanquín donde iban Mimí y Dizzy, solo, abandonado en medio del camino, y las dos dulcísimas criaturas dentro, sonriendo al verme y tomaditas de las manos. Eche pié a tierra, y abrazándolas les pregunté por los conductores. They are gone! me dijeron simplemente. Mire alrededor y vi una especie de choza que tenía aspecto de venta; los indios habían abandonado allí a las niñas para irse a tomar un guarapo. ¡Y el sol rajante caía sobre ellas y sus ojitos empezaban a tener las fosforescencias de la fiebre! Até mi mula, saqué del horno a las pobres las coloqué a la sombra de una roca saliente, y tomando el látigo por la sotera, me entré a la venta con la sana intención de pegar una tunda a aquella canalla a la menor observación... Pero en la humildad con que me contestaron, en los ojos llenos de asombro que clavaban en mí, me di cuenta bien pronto de que no sospechaban ni remotamente la causa de mi enojo, pareciéndoles lo más natural que los niños pasaran su vida entera bajo los rayos del sol. Evite discusiones, les hice salir, coloque a mis angelitos en el palanquín, ordenando la marcha, comprendí que me sería más fácil arrojarme a un despeñadero a uno de los lados del camino, antes que dejar solitas a Mimí y Dizzy. En el primer punto a propósito hice hacer alto, y allí esperamos la reunión de la, caravana, que tan atrás había quedado. Entretanto, la noche comenzaba a venir, juzgué que por mayores esfuerzos que hiciéramos no nos sería mate-rialmente posible llegar a Guaduas, como era el programa. Lo comu-niqué así, apenas llegaron los amigos, de quienes se había separado ya el cónsul inglés, y de común acuerdo resolvimos seguir adelante hasta donde fuera posible. Bien pronto las sombras cayeron por completo, el camino se nos hizo invisible, las subidas y bajadas, abruptas, rígidas, capaces de dar vértigo, más frecuentes. Las mulas marchaban lenta, lentamente, fijando el pie con profunda prudencia, pero destrozándonos a veces las rodillas contra las rocas que no veíamos en la oscuridad intensa. El ministro inglés pretendía echar pie a tierra por el peligro que corría su hijo; le hice notar que las piernas de la mula eran más seguras que las suyas y no se desmontó. Puse un mozo de pie a la brida de la señora y me encargue personalmente de mis amiguitas del palanquín. Un ligero ruido a la espalda de la columna y algunas risas ahogadas me hicieron saber que el chef acababa de caer, pero con felicidad. Acordándome de un consejo de nuestros gauchos cuando marchan por la pampa en las tinieblas de la noche, encargue a Mounsey no fumar, y sobre todo, no encender fósforos.


Así marchamos hasta las nueve de la noche; las mulas, trabajando en la oscuridad, comenzaban a fatigarse, y el riesgo de una caída se hacía por momentos más inminente. Debíamos haber subido algunos centenares de pies porque el frío comenzaba a hacerse sentir, así como el hambre, que no olvida jamás sus derechos. La situación, en una palabra, se hacía tan insostenible, que yo mismo creía oír un vago y bajo rúmor, de reproche por mi sacrificio en él fondo de mi egoísmo, cuando una voz de los portadores del palanquín, se hizo oír en el silencio del cansancio, diciendo simplemente: "¡Aquí es Consuelo!"


Dudo que la dulce palabra haya jamás llegado a oídos humanos más impregnada de promesas. Todos hablaron a un tiempo, sin oírse, porque el tono elevado del coro era dominado por un enorme perro que nos ladraba de una manera desaforada, y que dividía mi inspiración, entre los deseos de atraerlo con buenas palabras o el de pegarle un tiro. Echamos pie a tierra, dimos, en medio de la obscuridad, con una puerta que se abrió a fuerza de golpes y penetramos todos en una pieza cuadrada, débilmente iluminada por algunos candiles, y dentro de la cual había unas quince personas, algunas preparando sus lechos y otras alrededor de una mesa, huérfana aún de comestibles.


¡Aquella avalancha puso perplejo al dueño de casa, que nos declaró le era imposible darnos comodidades, pero que si hubiéramos avisa- do! ...


La gran pieza comunicaba por una puerta, a la derecha, con una especie de pulpería donde una mujer, con la mejor buena voluntad del mundo, despachaba una cantidad inconcebible de tragos. A la izquierda se presentaba otra puertita, que daba a un cuarto de dos metros de ancho por tres de largo. La tomé por asalto, desalojando a dos o tres viajeros que estaban allí y que la cedieron gentilmente, e instalamos en ella a miss Mounsey, los tres niños y las dos maids. Luego tratamos de buscar algo que cenar; había huevos y chocolate, y aunque un roast-beef habría venido mejor, aquello nos supo a cielo, condimentado con la salsa del Eurotas.


Una vez arregladas la señora y la gente menuda, pensamos un momento en nosotros. No había más pieza que la que ocupábamos, y en ella, dentro de aquella atmósfera saturada de comida y humo de tabaco, debíamos dormir no menos de veinte personas. Conseguimos con Mounsey dos catres, atrancamos con ellos la puerta del cuartito, nos tomamos un enorme trago de brandy, y envolviéndonos en nuestras mantas, y sin sacarnos ni la corbata, nos tendimos sobre la lona dura y desnivelada.


Aquí comenzaron las aventuras de aquella noche memorable, que recuerdo siempre con una ironía bajo el nombre de la "noche de Consuelo", y cuyas peripecias quiero consignar, porque persisten siempre en mi memoria y no de una manera grata.


El cuadro era característico: los cohabitantes de la pieza eran de toda.-, las jerarquías sociales. Algunos compañeros de viaje, comerciantes, diputados, arrieros, sirvientes, cocineros, ministros, diplomáticos, etc. Unos en el suelo, otros en catres, dos o tres hamacas pendientes del techo, aquí un desvelado, allí un hombre feliz, dormido ya como una piedra, aquel que prolonga su toilette de noche a la luz de un candil mortecino por cuya extinción suspirábamos, el confuso ruido de nuestros portadores y sirvientes, que pretendían matar la noche alegremente.


Nos mirábamos con Mounsey y no podíamos menos que reírnos.


-¿Dónde vivía usted en Europa antes de embarcarse? -me preguntaba.


-En el Gran Hotel, en París.


-¿Dónde cenó por última vez?


-Chez Bignon, avenue de l´Opera.


-A ver el menú.


Le narraba una de esas pequeñas cenas deliciosas en que todo es delicado, y luego, en venganza, le hacía notar una soirée en casa de algún embajador en Viena.


Al fin se hizo la obscuridad, nos dimos las buenas noches, todo quedó en silencio y mientras, con los ojos abiertos como ascuas, mirábamos el techo invisible, el espíritu comenzó a vagar por mundos lejanos, a recordar, a esperar, a echar globos, según la frase característica de los colombianos.


Fué en ese momento cuando, precisamente bajo la cama de Mounsey, que estaba pegada a la mía, empezó a hacerse oír el grillo más atenorado que he escuchado en mi vida; el falsete atroz y monótono me crispaba el alma. Lo sufrimos cinco minutos; pero como el miserable anunciaba en la valentía de su entonación el propósito de continuar la noche entera, organizamos una caza que no dio resultado. Un vecino, declarándose competente en la materia, pidió permiso para echar su cuarto a espaldas, cogió el candil, y aunque también dio un fiasco absoluto, me permitió ver vagando por el cuarto de una venta, en las montañas andinas, la vera efigie de don Quijote, cuando abandonaba el lecho a altas horas de la noche, y paseaba su escueta figura gesticulando a la lectura de las famosas hazañas de Galaor. Por fin, el dueño de casa entreabrió la puerta de la pulpería, tendió el oído, y como hombre habituado a esos pequeños incidentes de la vida, se dio vuelta tranquilamente y dijo a la mujer que despachaba en el mostrador:


-Ruperta, dame la alpargata.


Si aquel hombre hubiera dicho "dame una alpargata", no me habría llamado la atención. Pero aquel la esa especificación concreta de un individuo de la especie, me hizo incorporar en el lecho y mirar por a puerta entreabierta. Ruperta se dirigió a un rincón, que estaba al alcance de mi mirada, y descolgó de un clavo un aparato chato, que un ligero examen posterior reveló ser una, o mejor dicho, la alpargata. El ventero la tomó, se armó de un candil, vino recto a la cama de Mounsey y tendió el oído. El infame grillo, por una intuición del genio, como se llaman en la vida las casualidades, había callado un momento. ¡Nada le valió! Al primer gorjeo, rápido, enérgico, sin vacilación, como el memorista que hace un cálculo ante la concurrencia absorta, el ventero, de un golpe, lo aplastó contra la pared.


Ruperta tomó la alpargata.


Y el instrumento de muerte, terrible a los coleópteros en manos de aquel hombre, volvió a reposar suspendido en el clavo tradicional.


Las horas pasaban lentas en el insomnio, rebelde al cansancio. Al través de la puerta oía el respirar puro y sereno de los niños, y lejano el ruido de un cencerro en el cuello de una mula, que me traía el recuerdo de aquellas noches pasadas entre las gargantas de los Andes argentinos. Si el que lea estas líneas ha pasado alguna noche semejante lejos de la patria, bajo las mil circunstancias que excitan el espíritu, sabrá que es uno de los únicos momentos de la vida en que el insomnio no es una amargura insoportable. ¡Se piensan tantas cosas! ¡Pasan éstas tan rápidas y encantadoras! Y así, la imaginación mece al alma y el cuerpo en silencio, como el carcelero, conmovido ante los ruegos inocentes de los niños que custodia, acepta la vigilia para contemplar las rondas armoniosas de sus huéspedes sublimes.


Por fin, la honda lasitud venció. El sueño impalpable comenzaba a bajar sobre mis párpados, cuando al pie mismo de mi cama, casi a mi oído, resonó el canto del gallo más histérico y estridente que haya rasgado el tímpano sobre la tierra. ¡Quedé aniquilado! Además de comprender que la alpargata sería innocua contra semejarte enemigo, vi que todos dormían. Tres minutos después, una nueva edición, más áspera aún si es posible. ¿Qué hacer? Me incorporé en el lecho, me oriente un momento y lancé el brazo a vagar por la oscuridad en la esperanza de que chocase con el cuello del animal, lo que me permitiría convertir mis dedos en un garrote vil.


-¿Qué busca, doctor? -dijo una voz a mi izquierda, que reconocí por la de uno de mis compañeros de viaje.


-¡Psit! Trato de echar mano a este maldito gallo que no nos deja dormir y retorcerle el pescuezo.


-Pido a usted mil perdones, señor; pero la culpa la tiene mi muchacho, a quien encargue anoche me colocase el gallo en sitio seguro; el animal lo ha traído aquí.


-¡Ah! ¿conque es suyo?


-Y de mucho mérito, señor. Lo traigo desde Panamá y espero ganar mucho con él en la gallera de Bogotá. Pido gracia.


Y en obsequio a los intereses de mi vecino, pasamos el resto de la noche en blanco, con los oídos destrozados y esperando ansioso el alba, que al fin apareció.


Tal fué la "noche de Consuelo".



 
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