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Angostura. - La naturaleza salvaje y espléndida. - Los bosques vírgenes, - Aves y micos. - Nare. - Aspectos. - Los chorros. - El "Guarinó". - Cómo se pasa un chorro. - El capitán Maal. - Su teoría. - El "Mesuno". La cosa apura. - Cabo a tierra. - Pasamos. - Bodegas de Bogotá. - La cuestión mulas. - Recepción afectuosa. - Dificultades con que lucha Colombia. - La aventura de M. André.



¡Qué espectáculo admirable! Entramos en la sección del río, llamada Angostura. El enorme caudal de agua, esparcido antes en extensos regaderos, corre silencioso y rápido entre las dos orillas que se han aproximado como esperando a que las flotantes cabelleras de los árboles que las adornan confundan sus perfumes. Jamás aquel "espejo de plata, corriendo entre marcos de esmeralda" del poeta, tuvo más espléndido reflejo gráfico. Se olvidan las fatigas del viaje, se olvidan los caimánes y se cae absorto en la contemplación de aquella escena maravillosa que el alma absorbe mientras el cuerpo goza con delicia de la temperatura que por momentos se va haciendo menos intensa.


Sobre las orillas, casi a flor de agua, se levanta una vegetación gigantesca. Para formase una idea de aquel tejido vigoroso de troncos, parásitos, lianas, enredaderas, todo ese mundo anónimo que brota del suelo de los trópicos con la misma profusión que los pensamientos e ideas confusas en un cerebro bajo la acción del opio, es necesario traer a la memoria, no ya los bosques seculares del Paraguay o del Norte de la Argentina, no ya la India misma con sus eternas galas, sino aquellas riberas estupendas del Amazonas, que los compañeros de Orellana miraban estupefactos como el reflejo de otro mundo desconocido a los sentidos humanos.


¿Qué hay adentro? ¿Qué vida misteriosa y activa se desenvuelve tras esa cortina de cedros seculares, de caracolíes, de palmeras enhiestas y perezosas, inclinándose para dar lugar a que las guadúas gigantescas levanten sus flexibles tallos, entretejidos por delgados bejuquillos cubiertos de flores? ¡Qué velo nupcial para los amores secretos de la selva! ¡Sobre el oscuro tejido se yergue de pronto la gallarda melena del cocotero, con sus frutos apíñados en la cumbre, buscando al padre sol para dorarse; el mango presenta su follaje redondo y amplío, dando sombra al mamey, que crece a su lado; por todas partes cactos multiformes, la atrevida liana que se aferra al coloso jugueteando las mil fibrillas audaces que unen en un lazo de amor a los hijos todos del bosque, el ámbar amarillo, la pequeña palma que da la tagua, ese maravilloso marfil vegetal, tan blanco, unido y grave, como la enorme defensa del rey de las selvas indias!


¡He ahí por fin los bosques vírgenes de la América, cuyo perfume viene desde la época de la conquista embalsamando las estrofas de los poetas y exaltando la soñadora fantasía de los hijos del Norte! ¡Helos ahí en todo su esplendor! En su seno, los zainos, los tapiros, los papuares, hacen oír de tiempo en tiempo sus gritos de guerra o sus quejidos de amor. Junto a la orilla, bandadas de micos saltan de árbol en árbol, y suspendidos de la cola, en posturas imposibles, miran con sus pequeños ojos candescentes, el vapor que vence la corriente con fatiga. Los aires están poblados de mosaicos animados. Son los pericos, los papagayos, los guacamayos, la torcaz, el turpial, las aves enormes y pintadas, cuyo nombre cambia de legua en legua, bulliciosas todas, alegres, tranquilas, en la seguridad de su invulnerable independencia.


La impresión ante el cuadro no tiene aquella intensidad soberana de la que nace bajo el espectáculo de la montaña; el clima, las aguas, la verdura constante, el muelle columpiar de los arboles, dan un desfallecimiento voluptuoso, lánguido y secreto; como el que se siente en las fantasías de las noches de verano, cuando todos los sensualismos de la tierra vienen a acariciarnos los párpados entreabiertos...


Henos en la pequeña población de Nare, punto final de los compañeros de viaje que se dirigen hacia Medellín, la capital del Estado de Antioquía. Allí nos despedimos al caer la tarde, después de haberlos depositado en un sitio llamado bodegas, para llegar al cual hemos tenido que remontar por algunas cuadras el pintoresco río Nare, afluente del Magdalena. Nos saludan haciendo descargas al aire con sus revólveres, y luego trepan la cuesta silenciosos, pensando sin duda en los ocho días de mula que les faltan para llegar a destino.


El aspecto de la naturaleza cambia visiblemente, revelando que nos acercamos a la región de las montañas. La roca eruptiva presenta sus lineamientos rojizos o grises en los cortes de la orilla, y la vegetación se hace más tosca. Las riberas se alzan poco a poco, y pronto, navegando en lechos profundamente encajonados, nos damos cuenta, por la extraordinaria velocidad de la corriente, de que las aguas corren hacia el mar sobre un plano inclinado. Estamos en la región de los chorros, o rápidos.


Para explicarse las dificultades de la ascensión, basta recordar que la ciudad de Honda, de la que estamos a pocas horas, situada en la orilla izquierda del Magdalena, está a 210 metros sobre el nivel del mar. Tal es la inclinación del lecho del río, inclinación que no es regular y constante, pues en el punto en que nos encontramos, ej. descenso de las aguas es tan violento, que su curso alcanza a veces a dieciséis y dieciocho millas por hora.


He aquí el chorro de Guarinó, el más temido de todos por su impetuosidad. Se hacen los preparativos a bordo, y el capitán Maal, nuestro simpático jefe, redobla su actividad, si es posible. Es un viejo marino, natural de Curacao; tiene en el cuerpo treinta años de navegación del Magdalena. Está en todas partes, siempre de un humor encantador; habla con las damas, tiene una palabra agradable para todo el mundo, echa pie a tierra para activar el embarque de la leña, está al alba al lado del observatorio del práctico, anima a todo el mundo, confía en su estrella feliz y se ríe un poco de los chorros y demás espantajos de los noveles. ¡Guarinó! ¡Guarinó! Nos precipitamos todos a la proa, temiendo que las aguas se rompiesen con estruendo en el filo del buque, como hemos notado en puntos donde la corriente era menor. Nos chasqueamos; no hay fenómeno exterior a no ser la lentitud de la marcha, que revela encontrarnos en el seno de aquel torbellino.


-¡Bah! ¡cuestión de treinta o cuarenta libras más de vapor! -dice el capitán.


Me voy a la máquina; las calderas empiezan a rugir y las válvulas de seguridad dejan ya escapar, silbando, un hilo de vapor poco tranquilizador.


-¿Estamos aun en el terreno legal? -pregunto al joven, maquinista, que no quita sus ojos del medidor.


-Tenemos aún cincuenta libras para hacer calaveradas, señor; pero no quisiera emplearlas. El capitán Maal tiene horror a echar cabo a tierra, y pretende a toda fuerza pasar sólo con el auxilio de la maquina.


Y así diciendo, tocaba desesperadamente una campana aguda pidiendo leña, más leña, en las hornallas. Los candeleros (fogoneros) se habían duplicado y aquello era un infierno de calor.


Subí a cubierta; tomando como mira un punto cualquiera de la costa y otro del buque, distinguíamos que, éste avanzaba con la misma lentitud que el minutero sobre el, cuadrante de un reloj; pero avanzaba, lo que era la cuestión. Desde la altura, el capitán Maal pedía vapor, más vapor. Miré mi alrededor; muchos pasajeros habían empalidecido y observaban silenciosos, pero con la mirada un poco extraviada, los estremecimientos del barco bajo el jadeante batir de la rueda... De pronto, un hondo suspiro de todos los pechos: habíamos vencido, en media hora de esfuerzos, al temido chorro y avanzábamos francamente.


Subí adonde se encontraba el capitán y lo felicité.


-Tiene razón, capitán; es una ignominia sirgar al "Montoya", desde la orilla, como si fuera un champan cargado de harina o taguas. El vapor se ha inventado para vencer dificultades, y el elemento de un buque es el agua y no la tierra.


-Usted me comprende; además, el cabo, a mi juicio, es de un auxilio dudoso. Pero mi maquinista es muy prudente... No crea usted que hemos salvado todas las dificultades. Cuando el Guarinó está tan manso, tengo miedo del Mesuno. ¡Pero con unas libras más de vapor!...


-¿Y no hay peligro de volar?


-¿Quién piensa en eso, señor?


Declaro que yo empezaba a pensar, porque me pareció que el buen capitán se había forjado un ideal, respecto a la capacidad de resistencia de las calderas de su "Montoya", muy superior a la garantizada por los ingenieros constructores.


Pronto estuvimos en el Mesuno; los semblantes, que habían recobrado los rosados colores de la vida, volvieron a cubrirse de un tinte mortuorio. De nuevo el buque se estremeció, de nuevo se oyó la estridente campana del maquinista pidiendo leña, y de nuevo Maal, desde la altura, exigió vapor, vapor, más vapor. Inútil esta vez. Nos dimos cuenta que, en vez de avanzar, retrocedíamos, lo que importaba el más serio dé los peligros, pues, si la corriente conseguía tomar el barco cruzado lo estrellaba seguramente contra las peñas de la orilla.


-¡Dos hombres más al timón! ¡Vapor, vapor!


Hice una rápida reflexión: "Si esto vuela, participaré de ese agra-dable fenómeno, sea estando sobre cubierta, sea al lado de la máquina. Además, allí la cosa será más rápida". Miré en torno; había un miedo tan francamente repugnante en algunas caras, que resolví ceder a la curiosidad, y después de haberme cerciorado de que, si bien no avanzábamos, no retrocedíamos ya, descendí a la región infernal.


Las hornallas estaban rojas y las calderas gemían como Encéfalo bajo la tierra. El maquinista se resistió a dar más presión; la rueda giraba con esfuerzos estupendos... Aquello se ponía feo, muy feo, cuando oí la voz de Maal que, con el acento desesperado de un oficial de Tristán rindiendo su espada, en Salta, gritaba: ¡Cabo!


Subí al lado de Maal; había tenido que ceder tristemente a la insinuación de algunos pasajeros y a la prudencia del maquinista que no le daba la cantidad de vapor que él pedía. Me indigna con él ¡oh vanitas! pero confieso que contemplé con cierto contento íntimo el de-sembarco de diez a doce bogas que se lanzaron a tierra con un enorme calabrote (nuevecito, como me hizo notar Maal con indecible orgullo por no haberlo empleado antes), y treparon por las breñas de la orilla como cabras, y por fin, a una cuadra de distancia, fueron a amarrarlo en el tronco de un soberbio caracolí. Fue entonces cuando empezó a funcionar un potente cabrestante movido a vapor (lo que hice notar a Maal para su consuelo) enroscando en su poderoso cilindro la enorme cuerda que tres hombres humedecían sin reposo, para que no se inflamase con el roce. Fuese la acción del cabo, lo que me inclino a creer, aunque participando ostensiblemente de la opinión contraria del capitán, fuese, como éste lo creía, que por los simples esfuerzos de la máquina hubiésemos salido del atolladero, el hecho fue que el buque se puso en movimiento, y en breve, habiendo salvado todos los chorros secundarios, como el Perico, avistamos las dos o tres casas de un lugar situado en la margen derecha del río, frente a Caracolí, poco antes de Honda, llamado Bodegas de Bogotá, punto final de nuestro viaje fluvial.


Eran las dos de la tarde del 8 de enero de 1882, y habíamos empleado quince días desde Barranquilla, remontando el Magdalena.


De la orilla del río, donde el vapor se detuvo, se sube por una cuesta sumamente pendiente al punto llamado Bodegas, compuesto de dos o tres casas. No hay allí recursos de ningún género, y bien triste momento pasa el desgraciado que no ha tomado sus precauciones de ante mano. Por mi parte, no sólo había pedido mis mulas por carta desde Caracas, sino que, al llegar a Puerto Nacional, lugar sobre el Magdalena, de donde arranca el telégrafo para Bogotá, puse un despacho recomendando la inmediata remisión de las bestias a Honda. Cuando descendimos a Bodegas y pedí noticias de mis elementos de transporte, se me contestó que probablemente estarían en los potreros de Río Seco, pues a orillas del río no había puntos donde hacerlas pastar. Despaché inmediatamente un propio, que dos horas más tarde volvió diciéndome que no había mulas de ningún género para "Mi Excelencia". La cuestión se ponía ardua, no porque me fuera imposible encontrarlas allí, sino porque, como decía Moliére, qu'il y a fagots et fagots, hay mulas y mulas. Las que yo esperaba, pedidas a un amigo, que después supe fue engañado por un chalán que le aseguró haberlas remitido, debían ser bestias escogidas de buen paso, liberales y seguras, mientras que aquellas que podría conseguir en Honda, eran entidades desconocidas, y en estos casos la incógnita se resuelve generalmente de una manera deplorable.


Pronto llegaron al vapor tres o cuatro caballeros de Honda, el señor Hallam, el señor Montero, y varios otros, que se pusieron en el acto a nuestra disposición con una fineza y buena voluntad que agradezco aquí públicamente, animado de la esperanza de que estas líneas tengan la suerte feliz de caer bajo sus ojos.


Por otra parte, digo aquí lo que tendré que repetir un centenar de veces: en tierra colombiana, todos los obstáculos que la topografía de aquel país ofrece al viajero, se me han hecho leves por la incansable amabilidad de cuantas personas he encontrado, desde la gente culta, hasta el indio miserable, que en medio del camino me ha proporcionado un caballo para reemplazar mi mula cansada, sin pretender explotarme y dejando a mi voluntad la remuneración del servicio. Se sufre, sí, se sufre mucho, pero es por las cosas y no por los hombres. Colombia ha nacido ayer y se forma valientemente luchando contra las dificultades infinitas de su naturaleza, abrupta, caprichosa, rica, pero salvaje. En sus montañas, una milla de camino de herradura vale tanto como una milla de ferrocarril en nuestras pampas. No nos quejemos, pues, y adelante.


Gracias a la obsequiosidad del señor Hallam, obtuve mulas, que me fueron prometidas para la mañana del día siguiente. Todo ese día, pasado en angustiosa expectativa, bajo una temperatura de fuego, fué realmente insoportable. Los pasajeros, numerosos, como he dicho antes, se ocupaban en los preparativos de viaje, unos con sus mulas a la mano, otros tratándolas con los arrieros. Recordé entonces lo que cuenta M. André, en su interesante descripción de este mismo viaje, publicado en Le Tour du Monde. Parece que fué explotado o creyó serlo por aquel que le alquiló las mulas, y al trazar sus recuerdos de viaje, lo anatematizó, lanzando su nombre a la execración humana. Pero, he aquí que el caballero tan duramente tratado, era un hombre de honor que aprovechó su primer viaje a Europa para obtener de M. André, que no contaba seguramente con la huéspeda, una explicación completa, poco en consonancia con la altivez del insulto.


Entretanto, el ministro inglés, con su numerosa familia y servidumbre, hacía también sus preparativos para partir al día siguiente. Contaba hacer el viaje con lentitud; y como yo, por el contrario, tenía la idea de volar por la montaña, resolvimos despedirnos en la mañana. Las cosas debían pasar de otro modo.



 
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