I
No siempre se come lo que está sobre la
mesa
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una
rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de
cuentas muy usado, y al parecer su escritura no era demasiado legible porque a
veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la
mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos
rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de
ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de
troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De
haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre,
tendido boca arriba sobre la mesa, que con los brazos pegados a los costados
estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos
parecían esperar que ocurriera algo. Una serie de extraños ruidos de desolación
nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido
innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los
árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de
los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan
desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de
golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de
haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus
miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no
parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas. Sin duda
alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.