El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de
mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás.
Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el
típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único
que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder
todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta
severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se
hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos
personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la
investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior
de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se
apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba
vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo,
ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.
Sólo el juez le hizo un breve saludo.
-Le esperábamos -dijo-. Es necesario acabar con este asunto
esta misma noche.
-Lamento haberles hecho esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me
marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de
los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo
juramento.