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La voz que canta As time goes by es casi otra. Es áspera, es angustiosa, y su lamento es real y no como ese viejo clamor de los años cincuenta que parecía un capricho adolescente – Con el paso del tiempo la carne sufre y se resiente, la piel se agrieta y la voz, aquella voz, tiene ahora más fisuras y suelta los versos casi como tórridos suspiros, y a veces uno lo escucha y se pregunta si la muerte le permitirá completar las estrofas o si lo arrebatará de allí antes de tiempo – Pero no, As time goes by termina luego del espléndido solo del contrabajo y después de que Chet insista con que el mundo will always welcome lovers, y el eco de su voz sigue allí y uno quisiera creer que él está vivo y está en ese oscuro pub irlandés que por expreso deseo de su dueño ha programado noches de jazz, una vez a la semana, los miércoles – Porque de todos modos la concurrencia en tales días no es nada estimulante y acaso así pudiera atraer a otro público, por qué no, y hasta se supo barajar la idea de contratar músicos para ofrecer un espectáculo en vivo pero no tardó en quedar desestimada al ver que los miércoles pasaban y la clientela no se multiplicaba – Y hoy es miércoles y hace tiempo que las noches de jazz están vigentes y apenas hay unas once o doce personas dispersas y una de ellas es él, el único solitario – Y está en su mesa habitual porque él así lo exige tácitamente cada miércoles cuando entra, vestido siempre con informal elegancia, y pide desde el comienzo una pinta de cerveza negra a la que no tardará en suceder otra y más tarde otra – Y eso nada más porque él, el oscuro sujeto que ronda los cuarenta o acaso los haya pasado ya o tal vez tenga varios años menos pero que, como a Chet, le pesen los excesos y su rostro tenga marcas e impurezas que no son necesariamente producto del envejecimiento pero que están allí, indelebles, indeseables, a él se le ha antojado que no hay mejor combinación, que no hay más codiciado néctar que aquel para deleitar su paladar en tanto sus oídos se regocijan con lo que el dueño programa.
Su vista vagabundea sin disimulo y recorre la extensa barra, y la abundante selección de botellas de elixires múltiples y mayormente desconocidos que sirve de decoración – Y ve el grato detalle que recuerda haber visto también en algún café que sirve de escenario habitual para alguna serie televisiva norteamericana: las jarras para cerveza, en buena cantidad de tamaños y formas, colgando todas ellas desde el cerramiento de madera que corre paralelo a la barra – Y hay mesas aquí y allá y algunas tienen sillas y otras, en cambio, están adheridas a la pared y tienen a cada lado asientos de madera igualmente inamovibles y él piensa que son ideales para parejas – Se le ocurre, por algún motivo, que son tanto más románticas que las mesas comunes, acaso porque la continuidad indisoluble del asiento obliga a la proximidad, a la intimidad, aunque él esté en una de esas mesas y esté solo, como siempre, como cada noche de miércoles de jazz.
Y echa un vistazo a la escalera que sube hasta algún lugar incierto que él no ha visitado jamás pero que seguramente es una suerte de sector reservado, aunque él nunca ha entendido la necesidad de resguardar alguna parte del local de esa manera, no si uno se preocupa por darle a la totalidad del ambiente una adecuada iluminación, y una bella decoración, y toma recaudos para que la música inunde todo el espacio y llegue con idéntica suavidad a todo oído, independientemente de dónde se siente cada uno – Y eso le lleva a pensar, como siempre, como cada noche de jazz de inexcusable asistencia por su parte, pensar en cómo sería su propio pub, porque los meses y meses de habitué de aquel sitio le inspiran el deseo de poseer un lugar propio, similar en alguna medida pero propio – Pero claro que allí no habría “noches de jazz” porque todas las noches él dispondría la musicalización y difícilmente optase por algo que no fuese jazz.
Y se llamaría Baker – Simplemente Baker, e inevitablemente también porque él mismo, aquel oscuro sujeto solitario, aquel infaltable cliente de las noches de miércoles, aquel que da la impresión de ser un gran bebedor puesto que podía pasar horas allí, sencillamente depurando pinta tras pinta de cerveza negra (aunque a veces aunque sólo al final se permitiera cambiar de menú) y que invariablemente se retiraba caminando perfectamente bien, derecho, articuladamente, y quien jamás había exhibido el menor dejo de agresividad para con nadie, y nunca había planteado queja alguna, y siempre había sido cuanto menos cortés con las personas que le atendían, que siempre habían sido mujeres, y que a lo largo de semanas y meses no habían sido sino dos, una rubia y una morocha curiosamente, y él las recordaba y sabía sus nombres, porque cómo no tomarse la molestia de aprender aquellos nombres si siempre eran ellas, alguna de las dos, Melisa y Carola, Melisa o Carola porque bastaba con una para hacerse cargo de todas las mesas las noches de jazz de los miércoles porque, para desilusión del dueño, la convocatoria difícilmente superaba el escueto número de clientes que hay ahora mismo, esas once o doce personas aunque ya son menos porque una pareja acaba de marcharse – Ese sujeto que era para ellas una suerte de cliente modelo porque ciertamente dejaba buenas propinas y siempre tenía una sonrisa para ofrecerles cuando efectuaba su repetitivo pedido y cuando entraba y cuando se marchaba también, y solía ser de los últimos en hacerlo – Aquel hombre que soñaba con su propio pub, aquel sujeto, curiosamente, también se hacía llamar Baker – Señor Baker para cualquiera que preguntase aunque nadie nunca lo hiciera, nadie nunca le dirigía la palabra excepto por mera cortesía, nunca por auténtico interés.


Y el señor Baker advierte esta noche algo diferente.
Ve una joven que no había visto antes, envestida en el que se deducía el uniforme de las empleadas: pantalón negro y musculosa negra – Simple, poco alegre, no demasiado elegante – Claro que la remera tiene en la espalda y, en menor tamaño, en el frente la necesaria inscripción con el nombre del local – Simple y escueto – Y el señor Baker piensa que llegado el momento él mismo se ocuparía de escoger algo medianamente más alegre para vestir a las mozas de su pub – Aunque coincide en creer conveniente que todas fuesen jóvenes como éstas, como Melisa y Carola y como la nueva cuya presencia acaba de advertir – Acaso todas fuesen sacrificadas estudiantes universitarias procurando aportar a la economía familiar para paliar la situación – No era difícil imaginarlas, despojadas del uniforme oscuro y ataviadas con algo menos funesto y llevando en sus manos alguna carpeta y atendiendo a alguna clase de letras o filosofía.

 
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