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Sin pretenderlo, sin darse cuenta siquiera, llegó a ejercer general influencia en aquella casa extraña, donde al presente se le consideraba como un pariente, como un socio, a quien se otorgaba derecho a emitir su opinión en todos los asuntos. Influencia amistosa y desinteresada, y ¡tan discreta! Todo era tan diáfano, que ni los mismos criados encontraron en ello materia de sospecha.

En varias ocasiones le había dicho José:

-Ya sabes que cuento con alguna influencia en el ministerio. ¿No deseas que solicite un destino, para ti?

-¿A santo de qué? Me encuentro muy a gusto en tu casa.

Una de las veces Labriche insistió.

-Puedo morirme- le dijo -¿Qué sería de ti entonces?

-No lo sé. Pero ya saldría del apuro; ¡no te preocupes! No hablemos de eso... ¡digo! a menos que no me necesites.

-¡Cómo!- replicó vivamente José. - Si no estuvieras a mi lado, creo que habría, resignado ya mi mandato; porque, mirándolo bien, eres tú quien lo cumple, eres el verdadero diputado por Ferguzón. Pero no quiero abusar de ti.

Y si tuvieras idea de, establecerte...

-¿Establecerme?...

-De casarse, por ejemplo, mi querido Oliverio- dijo la señora de Labriche, presente a la entrevista. -¿ Supongo que no habrá usted hecho voto de celibato?

-Ni por pienso, señora.

-Ya, que no más- concluyó Paulina, -esté usted seguro de que podría tomar esposa, sin por nuestra parte, varíen en nada las condiciones en que vivimos reunidos. Sabe usted que tengo buen carácter. Positivamente, me convertiría en la mejor amiga de la señora de Duplán. En cuanto a sitio, no ha de faltar en Chenieres; todo se reduciría a mandar añadir un cubierto en la mesa. Por tanto, no se violente usted por nosotros. Eso es, en resumen, lo que ha querido decirle Pepe.

El joven secretario dio las gracias y no se habló más del asunto. Pero las mujeres ventean admirablemente en achaques del corazón. Así, Paulina creyó notar que las réplicas de Oliverio habían sido acentuadas por una resignación melancólica.

-No me sorprendería que, amara sin esperanza- pensó la señora de, Labriche.

Tal era, en suma, la familia a cuya casa encaminaba sus pasos el joven viajero, que vimos descender en la estación de Ferguzón, con gran asombro del jefe de la misma.

Apenas franqueó la verja de entrada, constantemente abierta, le hizo levantar la cabeza una exclamación de buen agüero. Era que el diputado acababa de verle desde una de las ventanas del piso bajo.

-¡Es posible!... ¡Foulonet!... ¿Usted por aquí, mi querido amigo? ¡Qué sorpresa tan agradable! ¡Qué buena idea ! ¡Espere un momento Manuel; salgo en seguida!

Y salió, en efecto, gritando antes de aparecer en lo alto de la escalinata:

-¡Paulina! ¡Paulina! ¡está aquí Foulonet! Luego a él, tendiéndole ambas manos:

-Es usted muy amable, mi querido Manuel, al aceptar al fin nuestra invitación.

Y de nuevo, atrayéndole hacia el interior:

-¡Paulina ven! Está aquí Foulonet.

¡Qué! ¡ya lo había oído Paulina! A la primera llamada, dejó su bordado, y se dispuso a descender. Acogió al visitante con iguales muestras de satisfacción, superando en cordialidad a su marido.

-¡Qué buena inspiración, amigo mío! ¿Pero, por qué no ha expedido usted un telegrama? Hubiera ido a esperarle un carruaje, ¡Haber hecho esta caminata a pie! Debe usted del estar fatigado. Refrésquese, mientras sirven el almuerzo. Voy a avivar los preparativos. Siéntese usted y descanse; vuelvo en seguida...

Y abandonando el salón, para comunicar sus órdenes, repitió, a su vez:

-¡Oliverio!¡Oliverio!¡está aquí el señor Foulonet!...

 
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