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-Perdón, señoras -dijo descubriéndose. -¿Tendrían ustedes la bondad de indicarme si estoy en el camino del castillo de Cheniéres?

-Sí, señor -contestó la dama anciana. -Descienda usted al pueblo, y subiendo por una escabrosidad del terreno semejante a esta, verá la continuación del sendero que acaba de recorrer. Siga usted hasta un camino que, lo cruza, y doblando a la izquierda, desembocará enfrente precisamente del castillo.

-Muchas gracias, señora. ¿Queda mucho que andar aún?

La joven señaló con su lápiz un punto del espacio.

-¿Ve usted aquella torrecilla cubierta de hiedra? Allí es. Si no, fuera por la subida, estaría usted allí dentro de diez minutos. El joven dió las gracias de nuevo y se alejó.

-¡Hermosa muchacha!- pensó- ¿Quién había de sospechar que hubiera jóvenes tan bonitas en un pueblo?...

A la vez, la dama de edad dijo, como hablando para sí:

-Un parisiense. Un cuarto de hora después, éste llegaba a la entrada principal del castillo. Nada de verdaderamente señorial se advertía., excepción hecha, del torreón, cuyo estilo, por otra parte, ocultaba, la verdura. Adosadas en torno del patio de honor, construcciones con destino práctico: leñera, lagar, cuadras, etc.-, coronado todo por graneros.

En cuanto al castillo propiamente dicho era un caserón cuadrado, de sombríos muros, horadados por altas ventanas con pequeños vidrios verdosos. Gran capacidad, todo anchura; podrían albergarse holgadamente tres generaciones de una misma familia.

La que lo poseía en la actualidad estaba muy lejos de poder ocuparlo por entero. Se componía de cuatro personas: José Labriche de Cheníeres; su esposa, Paulina, vástago de la familia Brande; los dos hijos del matrimonio. Así, pues, se habla, prescindido del cuerpo principal, habilitando y alhajando a la moderna uno de los dos pabellones para no perderse en aquel vacío. La mejora era de fácil realización en la comarca del Creuse. ¡A Dios gracias, no faltaban albañiles en ella!

Además, se habían restaurado en la planta baja el inmenso salón y, sobre todo, el vasto comedor, departamentos, en cierto modo, oficiales.

Porque las dimensiones de aquellas dos piezas guardaban relación directa con la especial condición de su propietario. José Labriche de Chenieres, a quien hemos tenido el honor de presentar, era el diputado indiscutible por el distrito. ¿Cómo no, si lo habían sido su padre, su abuelo y su bisabuelo? La costumbre había cristalizado en ley, y los Labriche de Chenieres constituían una dinastía de diputados. Ellos mismos se creían en el deber de aceptar un mandato que no tenían que solicitar de sus conciudadanos. La renuncia hubiera parecido a todos, a ellos en primer término, una especie de defección.

A decir verdad, José no hacía mucho ruido en la Cámara. Mientras no se hablara de albañiles, todo iba bien. Ya, podían decir cuanto les viniera en gana. No, se mezclaba en nada.

¿ Pero se hablaba de albañiles? ¡Ah! ¡eso ya era otro cantar!... Se, trataba, de un asunto de su competencia. Ya estaba erguido en la tribuna. ¡Poco a poco! ¡aquello le incumbía exclusivamente! ¡Qué elocuencia, que calor en la expresión!... ¿Qué le escuchaban? Bien. ¿Que, no? ¡Tanto le daba! Ya podían dejarle solo; el propio infierno no le impediría espetar su discurso, hasta el fin. ¡Qué devanadera! ¡Había para llenar el Diario de Sesiones!

-Es axiomático- decía, -que la edificación es el signo más ostensible de la prosperidad de un pueblo. Ahora bien; para edificar hacen falta albañiles. Reto a que se me demuestre lo contrario.

Por lo demás, era de lo mejor que pueda existir bajo la capa del cielo: hombre honrado, amigo constante, excelente camarada y generoso propietario, que invertía buena parte de sus rentas en prodigar beneficios, sin jactancia, dentro y fuera de su circunscripción.

En esto era, secundado por su mujer, persona de buen tono, tolerante, gentil y siempre risueña.

Verdadera media naranja de su marido, con quien coincidía en deseos y apreciaciones, estaba también firmemente convencida de que "la edificación es el signo más ostensible de la prosperidad de, un pueblo", pareciéndole poco cuanto se hiciera en favor de los albañiles.

Excelente madre para sus dos retoños, de los cuales el primogénito sería diputado, como sus ascendientes, por la sencilla y potísima razón de ser hijo de su padre.

Durante el invierno vivían en París, en un soberbio, piso del bulevar de la Magdalena. Frecuentaban algo la sociedad, concurrían mucho al teatro, y, una vez por semana, daban comidas en su casa, seguidas de recepción abierta, aunque no a los albañiles.

Y no porque los Labriche se impusieran esa obligación, por decirlo así, profesional. Jamás hubo salón en que se hiciera menos política que en el suyo. José, refractario a la disciplina, no estaba afiliado a ningún grupo parlamentario. El gabinete le tenía tan pronto a favor como en contra; y cuando no, sabía de qué lado inclinarse, ¡recurso heroico!... se iba, a refrescar a la cantina.

Por mucho que, quisiera simplificar sus tareas legislativas, las atenciones de su cargo le hubieran mermado mucho tiempo de, no haber asociado a ellas a un secretario.

¡Y en verdad, que tuvo buena mano! Aunque su auxiliar fuese un joven sin fortuna, y por esa misma razón, mal avenido con sus ambiciones, ni envidiaba a Labriche; ni se le ocurrió, ni aún por asomo, hacer la rueda a su mujer.

Se llamaba Oliverio Duplán. Hijo del maestro de la escuela, municipal de Ferguzón, había cursado, hasta la licenciatura, los estudios de la facultad de Derecho, lo cual sirvió para darle cierto lustre, pero ningún resultado práctico. Era preciso contar con recursos, en espera de, clientela: padrinos para aspirar a los altos puestos de la magistratura, o una, cantidad de relativa importancia, para abrir bufete.

- ¿Quieres ser mi secretario?- le preguntó José, de quien era compañero de la infancia.- Vivirás con nosotros, y te remuneraré con las dos terceras partes del mis emolumentos como diputado.

Oliverio aceptó en el acto, y como era un buen muchacho, no se limitó a desempeñar las funciones de secretario. Regentó la fortuna de su patrono y administró sus bienes, cobrando los arriendos e invirtiendo las cantidades sobrantes, y aun tuvo ratos de ocio que dedicar a los niños.

 
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