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La primera jornada de viaje de Montevideo a San José es la más entretenida, pero no la más importante para el naturalista. Se sale de la ciudad antigua pasando por el mercado y por una escarpada ladera peñascosa situada a mano izquierda donde no hay aún ningún camino trazado, se baja a la orilla de la bahía que aparece rodeada por una vasta y lisa playa de arena, sobre la cual como sobre una pista natural algunos jinetes adiestran a sus caballos o juegan pequeñas competencias. A la derecha, sobre una costa arenosa, algo elevada, aparece una hilera de casas de mal aspecto, en su mayoría tabernas frecuentadas por gente ordinaria. A la izquierda se extiende la superficie de la bahía y en el fondo se eleva el cono regular de unos 160 m. de altura del Cerro de Montevideo. Frente al mismo emerge de la bahía la pequeña Isla dos Ratos donde funciona el establecimiento de cuarentena. Tan pronto se deja atrás esta playa atravesada por un arroyuelo, el camino sube en su tramo final una terraza de arena bastante elevada. Allí se inicia una carretera recta con viviendas a ambos lados que se continúa por espacio de una hora. A lo lejos, hacia el interior, se divisan vastas extensiones de tierra cultivada, se suceden unas a otras las quintas con sus elegantes casonas y sus altas arboledas, pero las inmediaciones son menos agradables. Las casas ubicadas junto al camino tienen en su mayoría un aspecto bastante ordinario. Todo ese complejo habitacional constituye un suburbio de Montevideo, pero se lo considera como un pueblo en particular y así se lo llama también. Al salir del pueblo, se ofrecen a la vista en primer lugar campos cultivados sobre terreno ondulado, plantaciones de trigo, maíz y avena. En esos momentos los cereales ya habían sido segados y agavillados, por lo menos el trigo y la avena, pues el maíz no madura sino a fin de abril o principios de mayo. A lo lejos, se divisan pequeñas chacras rodeadas de campos y en las grietas de los valles que surcan en la planicie, tupida vegetación que sobresalía apenas del terreno vecino. Todo contribuye allí a causar una impresión agradable y gratificante. Imponentes cercos de agaves y cactus rodean los campos y los caminos, junto con otros matorrales que proliferan entre las elevadas columnas de los cactus y las inflorescencias de siete a ocho metros de altura de los agaves, haciendo al cerco más tupido e impenetrable. Las flores del agave constituyen una decoración altamente sorprendente en ese paisaje. Desde lejos se ven sus ramificaciones semejantes a candelabros y permiten reconocer enseguida al carácter subtropical de la región americana. La cactácea es un céreo de gran desarrollo, de tres a cuatro metros de altura, con pocos cantos agudos (seis u ocho), espinosos, en cuya parte superior se abren numerosas flores grandes, blancas por fuera Y encarnadas por dentro, del tamaño del platillo de una taza de té y que ofrecen una vista particularmente bella. Lamentablemente, el hermoso cáliz carece de perfume, sólo dura diez horas, de la mañana al atardecer, y por lo general ya está marchito antes deponerse el sol. Aquí todo lo bello se marchita antes que en nuestra tierra: la flor de las plantas, así como la flor del género humano. La mujer también ostenta su frescura sólo de los doce a los dieciséis años de edad y luego decae el encanto de la juventud, reemplazado por una típica actitud sin alma, sin vida, cuya vacuidad llama enseguida la atención del extranjero acostumbrado a alternar con las damas. Su principal deseo es contraer matrimonio lo antes posible y aquel con quien ya no es posible, pierde todo valor a los ojos de la mayoría de las jóvenes damas. Por esta razón, no desperdician su tiempo acercándose y hablando con él. Detrás del pueblo, los cercos desaparecen entre los plantíos, el paisaje se abre, los caseríos van raleando, pero el carácter del campo se conserva. Una planicie suavemente ondulada, cuyas depresiones han sido invadidas por los arbustos. En las dilatadas praderas cubiertas por hierbas de treinta centímetros de altura pastan los rebaños, en su mayoría vacunos, pero también equinos y en menor escala ovinos. Aquí y allá aparecen las chacras acompañadas de sus arboledas y altas hileras de álamos. En todo el tramo hasta San José no falta jamás la evidencia de una población laboriosa y un cultivo intenso del suelo feraz. Los rebaños componen la principal posesión de un terrateniente oriental: numerosas cabezas, cien a quinientas término medio, pero hay ganaderos cuya hacienda comprende dos mil y más cabezas y éstos de manera alguna se cuentan entre los más ricos. Cualquiera sea la dirección de la mirada se ven sobre los campos las masas de varios colores, semejantes a típicas franjas manchadas que dan prueba concluyente de la inmensa cantidad de animales de tiro y de matadero que son criados en las llanuras de la Banda Oriental. Millares de ovejas diseminadas en las vastas praderas comparten en apacible calina los pastos con los caballos y las vacas, pero sin mezclarse con ellos. Cada animal se asocia con los de su especie. Se separa de las otras y les deja pastorear sin molestarlas. De ordinario, el ganadero rioplatense sólo se dedica a la cría de una sola clase pues no se puede explotar las tres con buenos resultados parejos. Sólo cría caballos, vacunos ti ovinos y mantiene tantos ejemplares de las otras dos clases como los que le son menester para su propio uso. En particular, la cría de ovejas ofrece diversas dificultades. Requiere una numerosa peonada para cuidar los rebaños que suelen desbandarse cuando los vendavales o las tormentas azotan los campos donde pastorean. Por otra parte de noche deben ser guiados a los corrales para evitar el ataque de alguna fiera y su consecuente dispersión. Todas estas tareas son innecesarias cuando se crían caballos o vacas, pues se deja a los animales librados a sí mismos. Jamás se los aloja en establos porque no los hay. Viven entre sus congéneres sin ser molestados y sólo se los vigila cuando los ejemplares jóvenes van a ser marcados y posteriormente se realiza su recuento. No reciben ningún otro cuidado o atención. Cada terrateniente tiene su propia marca que es denunciada a la policía y anotada en un registro. En caso de robo, el dueño reclama su posesión en base a ella. Los animales que no la tienen se consideran sin dueño y el poseedor de animales con otras marcas debe presentar una boleta para probar su adquisición. En su defecto, se los considera robados y se exige su devolución. De ordinario, los vendedores vuelven a marcar por segunda vez a los animales lo cual equivale a declarar: -he vendido este animal-. Así suelen verse caballos de silla que llevan estampadas en sus grupas cuatro o seis marcas.

 
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de Hermann Burmeister

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