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-Anduve vagando desesperadamente por las calles, en el fango, bajo la lluvia, calado hasta los huesos, inconsciente a todo lo que no fuera el prolongado trueno de mis campanas. Los serenos no me veían gracias a los mares de lluvia, y sólo los perros me ladraban. Alguno debió arrancar jirones de mi ropa y clavar, sin que yo lo sintiera, sus dientes en mis carnes... Anduve hasta por los suburbios, huyendo, huyendo, huyendo siempre del ruido que iba conmigo mismo, tenaz como un demonio que lleva una alma condenada... Cuando amaneció una aurora lúgubre me encontré, sin saber cómo, ante la puerta del doctor Alcorta, tiritando, próximo a desplomarme. Llamé, me abrieron; hice levantar al médico y le dije: "Estoy loco. Mi locura amenaza hacerse furiosa. -¡Enciérreme, enchaléqueme!..." Con intenso asombro observó el doctor mi extraña catadura, pues yo estaba desgarrado, empapado, sangriento, moribundo... Él parecía no haber visto nunca un loco de este género... Llamó a su sirviente, dio ciertas órdenes y me preguntó: "¿Qué tiene usted mi amigo? ¿Qué siente?" En un arrebato de furia eché á rodar una mesa de un puñetazo, saqué una pistola, y, con los ojos fuera de sus órbitas, le dije: ¿Qué tengo? ¿Qué siento?... -¡Tengo, siento mis campanas! ¡Todas las campanas están llamando en mis oídos! ¡Cúreme o me mato!... .Lo que pasó después, yo no lo sé; tú debes saberlo, Blanca...

La joven esposa, que bebía, hinoptizada, ese extraño relato, no contestó...

-¡Lo demás, tú lo sabes, Blanca! Me dio un síncope y me llevaron enfermísimo a casa. Había estado delirando con muy alta fiebre. Tres días estuve entre la vida y la muerte. Cuando volví en mí, estaba ya fuera de peligro. Me vi en mi cama, rodeado de mi familia, y mi primer cuidado fue llamarte... Parece que tú espiabas ese llamamiento, pues a pesar de los murmullos acerca de mi nerviosidad -vamos... ¡de mi locura! -desoyendo a tu madre, desafiando las conveniencias sociales, viniste hacia mí y tomaste mis manos entre las tuyas... ¡Desde ese instante, mi convalecencia fue rápida! En mi noche sombría, tú fuiste la estrella que me guiara hacia la Vida y la Felicidad ...

Involuntariamente, sonrióse Blanca.

-¡Pero no me olvido, nunca podré olvidar mis campanas! ¡Odio las campanas! Cada vez que oigo sonar una me vuelve a la mente el pavoroso recuerdo de mi delirio y de mis horas de fiebre... Así, debes comprender que no puedo tolerar en mi casa relojes con campanas... ¡Perdóname! Esta es mi pequeña manía... -¡Sonó tan intempestivamente el reloj de tu madre! ¿Quién lo hubiera aguantado en mi caso? ¿Quién no tiene sus campanas? ¡Las mías son tan inofensivas! ¡Y tan incómodas las tienen otros: quienes en la política, quienes en la literatura, quienes en el vicio!... Mira a nuestros amigos y conocidos: Echeverría las tiene en la poesía, Alberdi en su metafísica, en su ambición Rosas... ¡Pero mis campanas son tan simples! ¡Son mis únicas campanas! No tendrás, oh mi mujercita, que aguantarme otras... ¡Y las hay mortales!

Aquí, terminado que hubo, echóse Regis a los pies de su esposa... Ella, que conforme le escuchaba iba reponíéndose, pasóle la mano por la cabeza, como si alisara la sedosa piel de un gato en silencio, con serenidad de reina que sabe perdonar. Coronaba su alta y pálida figura, a modo de diadema, la negra masa de sus cabellos. Y sus claros ojos de patricia acusaban noble estirpe de antiguos conquistadores visigodos.

-Ahora, Blanca mía, de rodillas te lo pido, ¿me disculpas mis campanas?

Y como ella no le respondiera, Regis prosiguió exaltándose más y rnás, inconsciente del calor de sus frases, conteniendo la caricia que le hormigueaba en la sangre:

-Mírame, Blanca, mi Blanca, ¿Qué hallas en mí para no perdonarme, si todo lo que hay en mí eres tú misma? El mundo, la libertad, la vida, todo lo que he pospuesto a ti en mis afectos... ¡Es necesario que me comprendas!... ¡Si queda el concepto de Dios en mi espíritu sobre todas las cosas, es porque pienso que Dios ha colocado en un hombre como yo, en un pobre y pequeño hombre, pasión tan pura y tan intensa!... Dicen mis :amigos que soy el más capaz de entre ellos... ¡Pues yo no quiero el Talento porque me basta el Amor! Y si venero a Dios es porque venero en ti la bondad de Dios; y si amo a mi patria y a los míos, es porque encuentro en ti un reflejo de los míos y de la patria... ¡Blanca, Blanca! Todo lo que hay en mí es tuyo. Cada gota de mi sangre, es tuya. Cada fibra de mis nervios es tuya. Tuyos son cada sentimiento, cada idea, cada ideal de mí espíritu. ¡Tú eres la mejor parte de mí mismo! ¡Tú lo eres todo en mí mismo!... Y ahora... Blanca, mi Blanca, ¿me has comprendido? ¿Me perdonas mis campanas?

Ante su ansiosa mirada, Blanca bajó los ojos, húmedos de felicidad... ¡Al fin había comprendido!... El color volvía a sus mejillas; sus manos recuperaban el calor y la vida; y sus labios, otra vez rojos, dibujaron una amable sonrisa que parecía decir: "¡Gracias, Dios mío, de que haya pasado por mí este cáliz de amargura! ¡Gracias, mi esposo! ¡Te entiendo al fin, porque has disipado mis dudas más íntimas, y te perdono tus campanas!... Si no te las disculpase, ¿podríamos vivir felices? ¡Cuán desgraciados los esposos que no se sepan perdonar sus pequeñas manías! Me has jurado que no tienes ni tendrás otras... ¡Gracias, mi Dios, gracias!..." Entonces sus callados labios se encontraron otra vez reanudando el beso interrumpido, el beso al rojo blanco el beso eterno: el primer beso de desposados... ¡Aleluya!...

Y escuchóse de nuevo la voz del sereno, que cantaba:

-¡Las doce han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes inmundos unitarios!

Y de súbito interrumpióse nuevamente el silencio de la noche por el pesado traqueteo de una numerosa cabalgata que llegaba por la calle a galope tendido y paraba ante la puerta de la casa... Oyeronse ruido de espuelas y broncos juramentos de soldados... Los vidrios temblaron sonoramente por unos violentos aldabonazos que se daban en la casa contigua, ocupada por don Valentín Válcena, el padre de Regis, y su familia.

-¡En nombre de Su Excelencia el Ilustre Restaurador de las Leyes, abran! -gritaron los de afuera, intercalando soeces interjecciones y golpeando la puerta como si quisieran forzarla.

Trémula voz de mujer respondió desde adentro.

-¡Un momento! Ya va.

 
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La novela de la sangre de Carlos Octavio Bunge   La novela de la sangre
de Carlos Octavio Bunge

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